Lucrecia


I

La noche estaba fría y callada cuando salí a la cortada Medrano, donde vivo. La luna redonda, grandota, un globo de leche pegado a la alfombra azul del fondo del cielo, flotaba por encima de mi cabeza. Levanté la vista hacia el espacio oscuro. Las estrellas cristalinas estaban duras. En motas friolentas se ahogaban en silencio, congeladas, moribundas. Gotas de hielo, esquirlas. 

Me había puesto un jean gastado y una camisa oscura. No había gente en la calle. La más parecido a una persona con lo que me crucé fue una sombra furtiva que llevaba puesto un abrigo de cuello alto. La vi de lejos. Atravesó la esquina a paso rápido y con la cabeza gacha, queriendo esquivar así, encorvada, la brisa de hielo que corría por las cornisas. Media hora después yo estaba tocando timbre en la casa de Lucrecia. Fue la primera vez que tuve sexo con ella.


II

No bien estuvimos dentro me llevó al dormitorio tomándome de la mano, como quien le enseña el camino a un desconocido. Se quitó rápido la ropa, se le notaban las ganas en los trazos de las mejillas. Cuando se arrodilló en el colchón, con la cara contra la almohada, me pareció percibir en su cuerpo de mujer, totalmente desnudo, el singular magnetismo de la lascivia. Apagué las luces de la araña de caireles y encendí el velador de la mesa de noche. Pero como a pesar de la penumbra persistía un resplandor, un haz tenue, colándose desde el pasillo por el hueco de la puerta abierta, la cerré. Prefiero hacerlo en la oscuridad, sin hablar. Me incomoda mirarla a los ojos cuando me acuesto con ella.
 
No fue necesario explicárselo a Lucrecia ya que me conoce y lo entiende. Es un comportamiento raro, lo sé. No es vergüenza. Mi vínculo afectivo con ella es escaso, casi nulo. Me incomoda compartir este momento de intimidad con ella, la luz parece encandilarme y mi tendencia a esconderme se incrementa. Prefiero que cada uno se entregue a saciar su propio deseo por separado. No podría llegar al éxtasis si ella estuviese pendiente de mí. Necesito que Lucrecia no me observe cuando caigo bajo la presión de mis emociones primarias. Por eso ella debe de estar de espaldas para que yo quede liberado para poder dar rienda suelta a mis sentimientos animales, primitivos. Lucas dice que se trata de defensas elementales, barreras que impongo para protegerme.

No soy una persona fácil de dominar, sin embargo, ella fue quien articuló todos mis movimientos con la pericia natural propia de los animales. Desde el principio me condujo como si yo fuese un tronco desorientado en la corriente de un arroyo. 


III

Se aferró a las sábanas como una gata en celo, se contoneaba ante mis embestidas, que lejos de ser brutales, no la terminaban de satisfacer. Era insaciable su necesidad de ser sometida, sus gemidos de placer se enredaban con sus gritos de dolor. Ella subía y bajaba de la cima de su abandono, y seguía naufragando en esas oleadas, era una cáscara de nuez en el mar agitado de su inconciencia. Su voz aniñada pedía más, me rogaba horadar más profundo aumentando su tortura, porque en apariencia —eso lo pensé después— era el martirio lo que le potenciaba el placer.

Yo también logré desatar en esa cama todos mis instintos primitivos, nunca lo había podido experimentar hasta esa noche con otra mujer. Había algo en ella que lograba meterse dentro de mis sentimientos, por decirlo de alguna manera. Me agitaba viendo las ondas de su espalda en un movimiento rítmico. Yo también estaba perdido, las sensaciones no me dejaban pensar, tocaba su carne, me hamacaba con ímpetu, la escuchaba gritar cosas ordinarias y me enceguecía más. En la furia ya desatada me ordenó sodomizarla, pero quería conservarme bajo su dominio, ella misma con sus manos me condujo camino a lo profundo, se desgarraba en gritos, furiosa, pedía más y más, enloquecida, inmersa en esa mezcla de gozo y sufrimiento. Yo estaba a punto de llegar al límite y se dio cuenta de inmediato.

Entonces se apuró a pedirme que por favor volviera a hincarme en el hambre de su vulva, sin cambiar de posición, exigiendo, sufriendo, gritando, gimiendo, y así fueron llegando los últimos estertores. Me fui derramando dentro sin dejar de detener mis embestidas, mientras ella entraba en las últimas convulsiones de su orgasmo.

Yo ya había tenido el mío y estaba extenuado al costado de la cama, agitado todavía, mirando extasiado los movimientos ondulantes de su pelvis. Su cabeza desmelenada se movía de un lado a otro, los dedos todavía arañaban la almohada, de a poco, los gritos se iban convirtiendo en gemidos. Eran las estribaciones de la tormenta que precedían la calma. 


IV

Me toqué la piel. Casi no había transpirado a pesar de la energía gastada y la excesiva temperatura del ambiente de la casa, porque Lucrecia es friolenta, y en invierno pone la calefacción al máximo. Mi baja percepción del dolor viene acompañada de una sudoración pobre, es otra de las singularidades que tiene mi trastorno. 

Lucrecia seguía soltando expresiones sucias, groseras, todavía boca abajo sobre el colchón. Yo me levanté despacio y me fui a dar una ducha; después de haber tenido sexo me hubiese sentido muy molesto si no me lavaba. No puedo reprimir el asco de mantener sobre la piel las manchas de los fluidos corporales secos. No lo puedo evitar.

Sobre el bidet del baño encontré tres bombachas usadas, seguro que Lucrecia las había dejado a propósito, no sería extraño que las hubiese puesto ahí para tentarme, para que yo me llevase alguna. Acerqué una de ellas a mi nariz y aspiré. Fue algo automático. Sentí el mismo olor que en el dormitorio, el único olor que no solo tolero con facilidad, sino que hasta me causa cierto deleite. Aunque me cuesta percibir por medio del olfato, ese olor agrio, aunque leve, me llevó a revivir el placer. Lucrecia conoce esta debilidad singular que tengo, a la cual ella recurre cuando le conviene, para atraerme sexualmente. Sé que quiere un hijo. Jamás me lo mencionó, pero yo estoy seguro, conozco sus motivos.

Cuando regresé a la sala, después de vestirme, me senté en el sillón grande, en el mismo lugar de siempre. Había un vaso lleno de whisky sobre la mesa ratona. Ella se había puesto la bata rosa y estaba cruzada de piernas cepillándose el pelo.
 
—Te serví uno doble —dijo clavándome la mirada.

Miré el vaso como si estuviese observando mi propia alma. Ya había tomado tres, este sería el cuarto trago del día. Tuve un chispazo de duda, muy fugaz, algo me había tocado un nervio sensible. Sin embargo, cedí: «Uno más —me dije—, no va a ser un gran exceso».

Lucrecia tiene la piel blanca, es bonita, de cara alargada, ojos celestes y pestañas muy largas. Siempre tiene pintados los labios de un color marrón oscuro. Es rubia, de pelo casi blanco, y se lo corta en forma de melena como si quisiese aparentar ser un muchacho. Últimamente se lo ha teñido con mechones de color verde. Esa combinación le da un aire perverso. 

Pero aquí me quiero detener en un detalle que para mí no es menor. Lo de la perversidad, digo. Lo he notado en varias ocasiones: con el lápiz oscuro, con el delineador, se dibuja una raya horizontal continuando el extremo de la ceja hasta que se funde entre sus cabellos, pero de un solo lado de la cara; parece una tontería, pero, a mí, esas cosas me perturban un poco. Asocio la asimetría con la necesidad de desarmar un orden. Además, estoy seguro, ella quiere simular un tajo, una línea delgada como hecha con un bisturí, demostrando que es capaz de hacer daño y al mismo tiempo provocando, como si quisiera que, exactamente por ahí, le rebanen la cabeza.

Dejé de lado esos pensamientos y terminé el trago. Ella se enroscó el pelo y le hizo un nudo utilizando ambas manos. Lo ajustó con una hebilla y me dijo:

—Hoy te portaste muy bien… Todavía siento tu tibieza adentro. ¿Sabés?

—Tendrías que ir a darte una ducha.

—Después voy.

—Oíme, Lucrecia. 

—Qué.

—¿Seguís tomando las pastillas?

—Ese es problema mío.

—Contestáme, por favor.

—La que da las órdenes soy yo —dijo ella con voz suave, con calma.

—Te hice una pregunta. 

—No parece.

—No quiero quilombos, Lucrecia.

—¿Tenés miedito?

—Ni un chico, ni un aborto, Lucrecia, por favor.

—Hablemos de otra cosa.

Me contó en líneas generales el plan que tenía en mente. Estaba entusiasmada, al fin había logrado cerrar el único cabo suelto. Había conseguido a un pordiosero, un tal Gordon, a quien pagaba unos pesos a cambio de matar a los gatos del Jardín Botánico y llevarlos al terreno lindero del edificio donde vivo. La gente del barrio, todavía sigue alarmada: prácticamente quedaron exterminados todos esos pequeños mamíferos del parque.

Yo formaba parte de su proyecto. Luego de escucharla, me enganché con la idea porque odio a los gatos, me repugnan, jamás tendría uno en mi departamento, dejan pelos por todos lados. Ayer salí a la vereda rumbo a la redacción. La vecina traía un gatito en sus brazos, pasé a su lado y lo miré distraído. Tenía plumas en la boca, la mujer me miró sonriendo y me dijo que se había comido un pájaro. No le contesté. Me apuré, necesitaba caminar más ligero.


V

A Lucrecia la conocí en la Facultad de Medicina, siempre tuvimos conversaciones esporádicas, nos llevábamos bien, no era de esas estudiantes presuntuosas, jamás hacía preguntas estúpidas. Ahora es cirujana, hace cuatro meses nos encontramos después de años de no vernos, y fue surgiendo el asunto de los gatos. 

Cuando esa noche salí de su casa, regresé al departamento caminando por las calles silenciosas de Palermo, cavilando, despacio. Los faroles derramaban una niebla color crema, un halito pastoso iluminaba las hojas caídas de los plátanos confundiendo los colores. En lo alto, por encima de los focos, las copas de los árboles permanecían quietas en la sombra pero la brisa helada les hacía mover los brazos con desesperación, como almas perdidas en el infierno pidiendo ser rescatadas de los horrores de la oscuridad. 

Era el estado ideal para concentrarme en lo que había pasado esa noche ¿Por qué me había «perdido» en la lujuria de Lucrecia? Cuando llegase, me serviría otra copa, la última por hoy, y me tiraría en la cama a pensar en esto. Al abrigo de mi dormitorio estaría más seguro, podría clarificar mejor las cosas. Doblé por la cortada y subí por las escaleras del edificio, no quise hacer mucho ruido, sino después tendría que bancarme las quejas de los vecinos. Odio discutir con la gente. 


VI

Me puse cómodo y me tiré a fumar de espaldas con el vaso de whisky sobre la mesita de noche. Apagué la luz. Había tomado mucho, mi cuerpo parecía suspendido en el aire, las sienes me latían y la cabeza se hundía irremediablemente, como si no tuviese apoyo. Tuve miedo y encendí el velador, el cenicero no estaba en su lugar, miré hacia adelante y lo vi en la biblioteca. 

Me incorporé, y cuando salí de la cama me caí de la borrachera que tenía. No me dolió el golpe, la brasa del cigarrillo quedó bajo mi mano lastimando la piel y se apagó, en ese momento no sentí nada, después me di cuenta de la quemadura. Para hacerme del cenicero me arrastré por el piso y luego me acosté nuevamente. Apagué y encendí la luz varias veces no sé por qué. La obsesión y la compulsión afloraban, el trastorno jamás me abandona. Al final apreté el pulsador y el foquito se apagó.

Disipadas las volutas de humo, pensé en lo ocurrido en estas semanas antes de dormirme. Me subió una congoja a la garganta y me dieron ganas de llorar, ganas irrefrenables, me temblaba la mano derecha, hipaba, estuve así un rato hasta que me calmé, había bebido de más y los nervios me estaban pasando factura.

En todo caso, pensé, la aversión por los felinos es algo sin mucha importancia, a mí me seducen las ratas. Me gusta verlas comer, siento atracción al contemplarlas, me regodeo con beneplácito en verlas completar la tarea de la muerte, la desaparición de la carne, la sangre seca, los huesos pelados.

Me atrae la muerte, ese misterio, veo un cadáver y se me disparan un montón de pensamientos, me quedo mirando el cuerpo sin vida, meditando. Tal vez mi grado de morbosidad sea un poco mayor que la del resto de la gente, no sé, algún día, tal vez, lo hable con Lucas. Para Lucrecia, lo del Jardín Botánico fue una prueba, ahora viene la parte más ambiciosa del plan.


Este cuento pertenece al libro Lucrecia.

A la mañana siguiente, la ventana


I

Esta semana no he pensado en la herida que tengo un poco más abajo del estómago, la que me hizo el tipo que se identificó con «el loco», el personaje del cuento que me publicaron en la revista. Creo que me he recuperado totalmente, pero me he quedado pensando acerca de los miedos. La gente tiene miedo al dolor, al sufrimiento. No es mi caso. 

Hace un rato he cambiado de lugar el cenicero que estaba sobre la mesita de noche y lo he colocado en la biblioteca que también tengo en el dormitorio, sobre la pared que está frente a mi cama. Es un cenicero de chapa, creo que debe ser de aluminio, está viejo y deformado, tiene manchas oscuras, muchas de ellas pequeñas, algunas de color tabaco, producto de la tintura que le han dejado las colillas de los cigarrillos que he fumado durante estos últimos años. No suelo tener apego a los objetos, pero este cenicero es uno de los cuales difícilmente me desprendería. 

He vuelto a la cama y me he quedado mirándolo. He conservado la vista fija en él demasiado tiempo y siento que eso me está empezando a molestar. Trato de mirar hacia otro lado, pero la ansiedad me gana. No puedo dejar de pensar sobre todo en la posición en que lo he dejado, la geometría cenicero-biblioteca-mesita tiene algo de incómodo, es un trazado imperfecto en el cual el problema es la ubicación del cenicero. Y llega un momento en que esa situación se torna insoportable. Es por eso, creo, que me he levantado y lo he vuelto a traer a la mesa que está al lado de mi cama, en el mismo lugar que estaba antes. Así queda mejor.

He repetido este procedimiento varias veces, no puedo discernir qué es lo que me molesta cuando veo a un objeto en la misma posición durante mucho tiempo. Algo estático me da la sensación de que no tiene vida, de que está muerto, tal vez sea por eso que tengo que estar cambiando las cosas de lugar. Pero no cualquier cosa, hay algunos objetos que no puedo mover porque se pierde el orden y eso me pone muy molesto. Por otro lado, soy consciente de que no puedo estar haciendo esto indefinidamente. Necesito despejarme un poco. 

Me gusta salir de vez en cuando, no es bueno estar encerrado muchas horas en el departamento. Desde que me levanté estuve escribiendo para la revista, casi sin interrupción. Encima, por dos mangos.Me visto y bajo a tomar algo en el bar de la esquina. Este mediodía el cielo de la ciudad está plomizo, con nubes cargadas de lluvia llegando del este. En cualquier momento se larga. 


II


Cuando doblo y entro en Santa Fe siento un impacto: desde atrás, alguien me apoya con violencia la mano en el hombro derecho. Y, de inmediato, cae otro golpe en el izquierdo, como un manotazo. A mis espaldas, dos garras firmes me sostienen y no puedo ver la cara del tipo. De repente habla. Es Matías.

—¡Qué hacés Rata!

El gordo es un atolondrado, trabaja cerca de aquí, en la redacción de la revista. A esta hora debería estar en la oficina, el jefe lo tiene entre ceja y ceja, en cualquier momento lo raja, pero al él no le importa. 

—Gordo, sos un idiota, estoy recién operado.

—No me digas, ¿qué te pasó?

—Nada serio —le dije para no entrar en el tema.

—¿Tenés un rato?

—Bueno… Dale —respondí resignado. 

De otro modo lo tendría que haber soportado hablando a los gritos en medio de la calle.

—Te invito un café, vamos al barcito de enfrente —se apuró a proponer. 

Lo que pasa es que Matías es un tipo pesado, no tiene tacto y me intranquiliza cuando empieza con las preguntas. Después de contarle en dos o tres palabras para ponerlo al tanto de lo que me había pasado con el tipo que casi me mata de una cuchillada se quedó conforme. Nos despedimos y me volví para mi departamento.

No me gusta estar contando las cosas que me pasan, trato de evitarlo, las personas con las que tengo contacto, que son pocas, siempre están juzgando mi conducta a mis espaldas, y sé que siempre están cuchicheando, hablan mal de mí, dicen que soy raro. A ellos les parece que no los escucho, pero no es así, me pone de la nuca sentirme humillado, por eso trato de estar poco tiempo en la redacción, solo lo necesario como para entregar el trabajo y pasar a cobrar. 


III

   
Todos saben que cargo con el alias de el Rata desde chico y eso francamente me molesta, nadie me llama así salvo el gordo Matías, pero todos lo saben. Estoy seguro que cuando me voy hablan en forma despectiva de mi aspecto y, además, lo asocian con el apodo. Pero se equivocan. Tiene que ver con otra cosa.
   
Soy flaco, un poco alto, de pelo castaño y piel blanca. Uso lentes con bastante aumento, grandes y de marco grueso. La mayoría de las veces me visto de negro, generalmente con un traje oscuro, el único que tengo. No me gusta la ropa de otro color. Por lo general estoy desalineado y no me importa mucho el cuidado de mi aspecto. Lo que sí tengo debo reconocer es que me lavo las manos con demasiada frecuencia, cuando vengo de la calle, sobre todo cuando he estado en contacto de los pasamanos del colectivo o del subte, o cuando he estado manoseando dinero, sobre todo billetes. Son los más sucios. 
   
Cuando iba al colegio primario me llevaba un pedazo de queso en el portafolios para comer en el recreo. Mientras los otros jugaban yo me quedaba en un rincón comiendo la merienda. Ahí empezó a hacerse popular entre los chicos el mote que me pusieron. No me molesta tanto el apodo sino como lo usan los demás para denigrarme. El gordo fue compañero mío en la primaria y como es un bocón lo difundió también en la oficina. Por supuesto, nadie me llama así directamente, excepto él, pero yo estoy seguro que todos lo saben. Sin embargo, no le guardo rencor. 


IV

   
La indolencia es un estado del ánimo que a veces me acosa en algunos períodos de abstinencia. A veces intento dejar la bebida, extiendo demasiado tiempo esos períodos y la voluntad se tensa hasta un extremo insoportable. No soy un alcohólico perdido, pero tengo una adicción, como la que algunos tienen con el cigarrillo, no al extremo de arañar las paredes, pero la tengo. 

Cuando siento que está llegando esa ausencia de dolor me acerco a la ventana y la abro. Como es invierno se supone que debo sentir frío, pero lo único que siento es que el aire me agita el mechón de pelo que cae sobre mis anteojos. Entonces me aferro con las manos a la ventana, esperando, con los tendones tirando de los huesos, como tenazas. El cuello se me pone rígido y me veo, o mejor dicho me pienso, abriendo otra ventana distinta, para sentir un soplo helado, porque hasta ahora la brisa pasa apenas rozándome la piel, de aquí para allá, solamente eso. Y así estoy un rato, abriendo ventanas en mi cabeza, una tras otra, buscando una impresión brusca. La indolencia, me digo, es esa necesidad imperiosa de abrir ventanas, la búsqueda de una señal que me dé la certeza de que estoy vivo. Un poco de frío, aunque sea. 
   
Cuando era un bebé me hicieron estudios y descartaron la posibilidad de una analgesia congénita, así dijo el pediatra. Pero no se trata de eso, solo tengo un umbral alto de insensibilidad al dolor. A veces mi mente se hunde en ese territorio flácido, sin saber si voy a salir de allí, cuando en la cama me abandono, fumando, a pensar en nada. Acerco la brasa del cigarrillo a mi piel a fin de sentir un poco de calor, hasta que huelo a carne quemada. Tengo los antebrazos llenos de pequeñas cicatrices circulares color canela, como si fuesen pecas. Por eso jamás uso remeras de mangas cortas, ni siquiera en verano, para que no se vean las marcas y la gente no me haga preguntas inconvenientes.


V

   
Vivo en un departamento que está en la cortada Medrano, casi Charcas. En la esquina hay un edificio con ochava en la que de vez en cuando se instala algún indigente a dormir. Por la noche la cortada queda constreñida por la desolación. A mí me gusta salir a caminar de noche por los lugares siniestros de la ciudad como este, aunque tenga que atravesar veredas con residuos nauseabundos y olores a orines que dejan los borrachos, los drogadictos, los cirujas. Al común de las personas les molesta. A mí no. Diría que hasta de eso me priva la indolencia porque son sensaciones que casi no me llegan. 


VI

   
Vengo del consultorio de Lucas, el psiquiatra. Es inevitable salir mucho más tarde de lo previsto pues él estira la charla con cada paciente. Si fuesen unos minutos se trataría de algo normal, pero suelen ser dos horas, a veces tres. De regreso a mi departamento miro el reloj: ya es cerca de la una de la madrugada. Aunque me fastidia la demora, disfruto la vuelta, caminando por las calles silenciosas, arboladas, con la luna rodando en pedazos por detrás las ramas de los plátanos. Hay escarcha en el borde de los cordones, pero yo estoy vestido con el traje negro y una camisa liviana. El invierno es crudo. Con un grado bajo cero la brisa helada me refresca un poco. Me hace sentir vivo.

Apuro el paso al entrar en la cortada pues tengo un poco de hambre. No soy de comer mucho a la hora de cenar, por lo general picoteo algo salado, me tomo un trago y luego me dispongo a dormir. Pero hoy, antes de cerrar el día, no debo olvidar de realizar una tarea importante. Por eso, no bien entro, voy a la cocina. Saco el medio kilo de carne picada de la heladera que compré el viernes, bajo las escaleras y salgo a la vereda. 
   
Al lado del edificio donde vivo hay una especie de jardín cerrado con una reja baja, un lugar donde lo que único que hay es pasto crecido que de vez en cuando se ocupa de cortar el encargado. A veces la gente tira basura. La cortada a esa hora está en silencio, las persianas bajas, poca luz, solo tres postes de alumbrado encendidos, ningún transeúnte a la vista. Me acerco a la reja y tiro la carne por encima.
   
Espero callado, sin moverme. Entonces, comienza un traqueteo ronco. Escucho chillidos, los pastos se mueven. Aunque no las veo, sé que en la penumbra están agitando la hierba y se apresuran por llegar no bien empiezan a percibir el olor. No sé porque me gustan las ratas, será porque tenemos algo en común, quizás la tendencia a andar en la oscuridad, la predilección por el silencio, la aversión hacia las personas. A esta coincidencia, en realidad, se debe el verdadero origen de mi apodo.


VII

   
Subo al departamento. Al terminar de cerrar la puerta de entrada oigo sonar el celular que dejé encima de la mesa ratona de la sala. Miro la pantalla. Es Dalila. Ya le he dicho que no me llame por teléfono, que espere que yo la llame. Atiendo. Suspiro. Aunque me molesta que me hostigue persiguiéndome, la escucho con atención. Está ansiosa, quiere empezar mañana a la noche, dice que el lunes es un día «apropiado». Le gusta usar esa palabra. Hablamos un poco más de los detalles y cortamos. 

El martes siguiente empezaron a aparecer los primeros cadáveres de los gatos, en el jardín que está pegado al edificio. Los huesos estaban casi pelados y había restos de piel por todos lados. El primero que se dio cuenta fue el encargado.


Este cuento pertenece al libro Lucrecia.

Moscas


  
Hace tres semanas más o menos que no publico nada, tal vez haya pasado desapercibido, después de todo son muchos los que escriben en la web. El caso es que todavía estoy convaleciente, recuperándome de una herida, en la penumbra de la habitación, tendido de espaldas sobre el horrible cubrecama marrón y con el codo izquierdo descansando sobre la almohada. A medida que el sol de la tarde languidece los pensamientos me llevan hacia cualquier lado.
 
La persiana del dormitorio está medio baja y del lado de adentro una de las dos cortinas ondea suavemente, tocada por la brisa. El resplandor, que a esta hora quiere entrar para salvarse de la agonía está atorado en el rectángulo de la abertura, estrangulándose poco a poco.

Fumo.

Le doy la última pitada al cigarrillo. La brasa se enciende iluminándome la mano derecha mientras dibuja un círculo pálido en el techo y luego se desvanece. Evitando girar el cuerpo, estiro el brazo para alcanzar el cenicero de chapa que está al lado de mi cama, apoyado en la mesa de noche, al lado de la lámpara. En medio del recorrido, el largo tramo de ceniza se comba hacia abajo y cae sobre el piso. Otra tarea para mañana. A veces me pregunto para qué conservo este cenicero de porquería, viejo y deformado.

La oscuridad me obliga a encender el velador justo cuando me sorprende el habitual barullo de pensamientos rotos que, en vano, trato de recomponer. En realidad, no me esfuerzo mucho, quizás por desidia, o por pereza. La apatía me ayuda a bloquear la inquietud cuando me encuentro en este estado de meditación, reflexionando sobre los elementos tristes que componen mi pasado y esta asistencia lejos de hacerme mal se convierte en un bálsamo, en la sensación de estar en otra parte, en otra realidad que ya no duele. 
   
Aun los recuerdos horribles de los actos cometidos en mi corta vida —no llego a los cuarenta— permanecen en la superficie de mi conciencia casi al descubierto, disponibles en sus ínfimos detalles dado mi buena memoria, y, sin embargo, a pesar de su tremenda nitidez, no me hacen daño. 
   
Por otra parte, mis padres, mis abuelos y sus ascendentes, hasta donde yo sé, han padecido la terrible enfermedad de la locura, en la rama materna en especial. Tal vez por eso, desde joven, el suicidio me seduce como la solución más elegante para escapar de la fatalidad a la que ha sido condenado mi linaje. No pienso en los pormenores del acto del suicidio en sí, solo en la maniobra inteligente para eludir, escapar, huir hacia otra parte. Y eso me hace feliz, pensar en eso me atrae y me entrego en la penumbra de este cuarto a reflexionar en el diseño de los modos, situaciones, e instrumentos necesarios para el crimen, de modo que nada falle a fin de elaborar una muerte impecable, como si tratase de lograr mi asesinato perfecto. 
   
Soy demasiado perceptivo, odio las sensaciones intensas. Por lo general rechazo el ajetreo cotidiano de una ciudad tan grande como esta, las luces refulgentes me encandilan, los sonidos estridentes me taladran los oídos, los olores penetrantes me repugnan, rechazo las comidas de sabores fuertes. Demasiadas sensaciones juntas, me abruman. Por eso prefiero la noche, la calma, la soledad, el silencio. Sin embargo, tengo un alto umbral de tolerancia al dolor. 


II


Mi última novela ha obtenido una mención en un importante concurso de una editorial reconocida y a raíz de eso, durante este año, mis escritos han tenido cierta repercusión. Por eso, creo yo, hace dos semanas me han publicado un cuento inédito en una revista literaria. He recibido muchos mensajes acerca de ese relato corto. Los he leído a todos, pero no los he contestado porque entre ellos se ha colado una amenaza. 
   
Un lector se ha sentido aludido. En el correo que me ha escrito asegura que el personaje principal del cuento, un loco, un asesino serial, hace clara referencia a él —al hombre que me escribió el mensaje—. Entonces, al sentirse identificado con el protagonista el tipo se ha puesto increíblemente furioso, a juzgar por la agresividad del tono de la carta. Se puede notar por el odio que se desprende de sus palabras, en el rencor que destila, como si fuese él el delincuente descubierto por los delitos cometidos. Según él, parece que yo, en la ficción del cuento, expongo su locura ante la gente y eso lo ha ofendido en grado sumo, a tal punto que dice que yo debiera ser castigado por ello. El e-mail termina diciendo que por haber revelado su «problema» yo merezco un escarmiento. Es una amenaza directa, no velada, el tipo está sacado, sin duda, y dispuesto a llevar a cabo su venganza, no me dice cómo, pero sí cuándo: «Antes de que termine este mes —dice—, te mato».
   
En ese momento lo pasé por alto. Preferí pensar que era una broma de mal gusto y lo borré. Cerré la computadora y seguí con mi rutina.


III


Vivo solo en Palermo, en un departamento viejo de dos ambientes. No soy ordenado; suelo dejar la ropa tirada y los platos sucios en la cocina. La verdad es que no me preocupo en mantener limpia mi casa. Trabajo poco, a veces escribo en otros sitios web, a veces para algún diario por encargo, o para alguna revista. Esos trabajos van desde algún artículo de divulgación hasta los textos más bizarros para las revistas pornográficas. 
   
Me vendo por nada, me conformo con obtener lo suficiente para poder comer y comprar cigarrillos: la única droga que consumo. A veces salgo a tomar algún trago, o un café, siempre por la noche. Vivo con los horarios desplazados, me despierto y me acuesto tarde. Soy indolente, no espero nada del futuro ni lo busco, mi única preocupación es advertir cualquier síntoma que me avise que la locura me está pisando los talones. En ese caso no dudaría en poner fin a mi vida y, ya que no tengo hijos, cancelaría en un paso y para siempre la herencia de esta terrible enfermedad. 
   
Estoy bajo tratamiento con el psiquiatra. He decidido hace años no atar a mi vida a ninguna mujer, no quiero condenar a nadie a convivir conmigo, sería un desastre. Tengo relaciones cortas, trato de no involucrarme demasiado dada mi poca tolerancia al fracaso. Además, no tengo familia que se pueda ocupar de mí.
   
Por las tardes mi cerebro se sumerge en reflexiones interminables, fumo en la cama, pienso en cosas turbias, las frases resbalan sin sentido. No estoy seguro de toparme, en algún momento, con una ilación argumentativa clara, con alguna idea estable, con un mapa más o menos acotado de mi personalidad. Consumo la vida estúpidamente y no me importa. 


IV


El mensaje del tipo, quien se sintió identificado con el loco de mi cuento, lo leí una tarde de esas. Al día siguiente ya me había olvidado de él y su amenaza. Después de embrutecerme en medio de cavilaciones idiotas, ya entrada la noche, decidí levantarme y vestirme para salir. Ya se habían disipado los matices rojos del crepúsculo y salí a la calle a buscar un bar. Cerré la puerta de entrada y di el primer paso por la vereda. 
   
En ese momento me tropecé con un hombre. Parecía haber salido de la nada. Cuando me di cuenta ya lo tenía encima. Inmediatamente sentí el golpe. Los recuerdos son borrosos. Mientras me abrumaba con sus gritos, y me insultaba, sentí algo que me empezó a arder en el costado, un hierro me quemaba hundido en la panza. Quedé tirado ahí tomándome el estómago, recostado contra la pared. Después de eso tengo un bache en la memoria, me veo en una camilla vendado, en el hospital. Estuve tres días internado, nada grave, vino la policía a tomarme declaración, no pude dar detalles y todo quedó en la nada.


V


El personaje de mi cuento es un loco. Hay muchos cuentos de escritores que tienen personajes que sufren de esquizofrenia o se vuelven locos. Pasé muchos días pensando en esto tirado en esta misma cama. Me preguntaba: «¿Sé de algún escritor de ficción al que hayan asesinado por algo que haya escrito?». Y me respondía: «No recuerdo ninguno». Pero el asunto era que, aunque no se trataba de mi caso, pues a mí no me habían matado, tenía una lesión concreta por la agresión que había sufrido: siete centímetros de costura quirúrgica, sinuosa, desprolija, cerca de la ingle. 
   
Pensé en dejar de publicar.
   
Pero el tiempo diluyó las cosas. 
   
Una vez que me sacaron los puntos, el médico me prescribió una dieta estricta para alimentarme, hasta que el aparato digestivo sanara por completo. Creo que la hice solo el primer día, después tiré la receta de las indicaciones al tacho de basura y me zafé mal. Empecé a beber y a comer porquerías en forma indiscriminada y con el paso de los días los frascos de embutidos, las cajas de pizza, los envases de hamburguesas, las botellas de vino, de whisky, las latas de cerveza, se fueron acumulando en la mesada. Un día me moría de ganas de comer carne asada. Saqué dos bifes del freezer; tiré uno sobre la plancha y me quedé mirando cómo crepitaba la grasa; al otro lo dejé sobre la mesa por si me quedaba con hambre. Entretanto yo seguía tomando calmantes, sabía que me tenía que quedar en reposo, sabía que los excesos me harían mal, sabía que se me podía abrir alguna herida interna, sabía que se podría infectar, sabía que el precio de las consecuencias era alto. Conocía el peligro a que me exponía, pero lo hice. El placer de comer el bife, en especial la grasa crocante del borde, fue más poderoso: casi un desafío. 
   
De la vajilla sucia acumulada en la bacha de la pileta emanaba un olor desagradable, pero como era casi imperceptible, no le di importancia. El asunto es que con el correr de los días, además, habían comenzado a zumbar las moscas sobre las fuentes y las cacerolas y se agrupaban sobre los platos sucios. Moscas negras y moscas verdes. Recuerdo que el día del bife fue un viernes. Durante el fin de semana tuve fiebre y casi no me pude levantar por el dolor de panza. 
   
Cuando pude acercarme a la cocina vi que el bife crudo que había dejado sobre la mesa, al estar fuera de la heladera, estaba en mal estado. Me di cuenta por el olor a podrido que sentí antes de llegar. Había una mancha oscura que parecía temblar sobre la carne descompuesta: eran las moscas. Abrí la ventana que está por encima de la mesada para que corriera un poco de aire y me puse a agitar los brazos para espantarlas. Ahí fue cuando sentí un tirón fuerte y decidí ir a la cama. El dolor quemaba debajo de la venda, desde el estómago hasta la espalda.
   
Pasaron como dos días hasta que me pude levantar de nuevo. Estaba débil pero la herida me dolía menos. El descanso me había hecho bien. Fue entonces que empecé a percibir el hedor, la fetidez que invadía el aire y llegaba hasta el dormitorio. Era nauseabundo. Me fui desplazando despacio hasta la cocina. El espectáculo era deprimente, casi me hizo vomitar: moscas, moscas y más moscas. Había moscas por todos lados, negras, verdes, azules.


VI


Ya pasaron tres semanas de este suceso. Estoy repuesto. Lo primero que hice fue poner el bife putrefacto en la bolsa de la basura. Luego la saqué al pasillo para que el encargado del edificio la pueda llevar al contenedor. Me costó varios días limpiar a fondo, rocié con insecticida por todos lados y de a poco las fui sacando. 
   
El departamento sigue en desorden, pero ya no están esos insectos desagradables. A veces sueño que una nube de ellas hurga con desesperación sobre mi herida sin que yo logre espantarlas y me despierto agitado, cubierto de transpiración.
   
Ahora estoy escribiendo un cuento nuevo. Es sobre un asesino que mata a una pareja de lesbianas, dos jovencitas que estaban besándose en la plaza. Tengo miedo de publicarlo. Mañana voy a decidir qué hago.


Este cuento pertenece al libro Lucrecia.

La mafia de los estorninos



Gabriel no es ciego, pero todos lo conocen por su apodo Tiresias porque habla con los pájaros. Vive en una casona de San Telmo y logró, una mañana, convencer a todo el clan mafioso con pruebas contundentes de su habilidad.

Los estorninos levantaron vuelo desde los suburbios de La Plata elevándose sobre el río, y el grupo reunido en la azotea de la construcción pudo ver la bandada enorme de aves negras formar el dibujo de un corazón en el cielo, volando hacia el oeste. 

Con esa demostración comenzó la operación mafiosa más recordada por las mujeres de la ciudad. Esta desmesurada metrópolis agregó, entonces, otra mágica historia a las muchas que ya tiene. 

Los miembros del clan efectuaron un relevamiento de las muchachas enamoradas que residían en la zona del Bajo, haciendo posible el plan magnífico que llevaron a cabo los pájaros.

Tiresias fue el encargado de hablarle a las aves cuando regresaban a sus nidos en el atardecer del viernes. Fue preciso en la indicación de los domicilios donde debían extraer y donde debían inyectar, fue exacto para lograr que a cada dormitorio llegara solo uno de esos animalitos. Los picos de miles de estorninos participaron del operativo, guiados por sus palabras.

Y, a la madrugada, colmaron el aire, en penumbras todavía, con sus espectaculares vuelos sincronizados. Las personas que estaban despiertas debido a sus oficios nocturnos pudieron ver la danza poética con la que ascendieron formando una mancha gigante que ondulaba como una bandera. Y los vieron cubrir el cielo de la ciudad, luego descender de las alturas y después desaparecer entre los techados para penetrar a través de las ventanas abiertas de las alcobas. 

Los pájaros lo hicieron bajo la consigna de no hacer ruido, de ser cuidadosos al apoyar las uñas rapaces de sus patas, de hincar en modo suave sus aguijones amarillos en los cuellos de las mujeres dormidas, de succionar la hormona de las zonas más profundas del cerebro con la misma delicadeza que lo hacen las abejas, teniendo cuidado de no despertarlas con sus rústicos picos.

Realizaron esa mañana, entonces, una extracción de oxitocina de las que estaban locamente enamoradas y la inyectaron a las que padecían de tristeza, de falta de sensualidad, de ausencia de placer, aun con el hombre más encantador. El procedimiento fue un éxito.

La tibieza de la luz que se coló por la ventana acarició los ojos de la primera mujer. Ella separó los brazos debajo de las sábanas y llevó sus manos hacia sus párpados. Unos segundos después recién advirtió el leve dolor en el cuello.

Había tenido un sueño extraño, se había despertado con el corazón rebosante de un júbilo que no podía explicar. Se podría decir que el amor le había tomado toda el alma. Una amplia sonrisa le iluminó el rostro. 

Miró al muchacho que dormía plácidamente a su lado, le tomó la cara entre sus dedos para despertarlo y, cuando él la miró, sintió una atracción dulce y la voraz intención de preguntar a qué se debía este momento de gloria.

Y si todo fue alegría para ellas en ese día, entonces, ¿dónde estuvo el crimen de esa mafia?
 
Fue en el odio que se desató en las mujeres que perdieron novios y amantes y en algo peor aún, que fue haber sentenciado a Buenos Aires a sufrir la eterna melancolía que padecerá para siempre.

Es el día de hoy que todos los años se realiza un conjuro multitudinario con aguardiente y granos de café para que los estorninos regresen a devolver la felicidad.



Este cuento, publicado en el sitio web "El círculo de escritores" (sept. 2016)  y ganador del "relato de oro" pertenece al libro El sonido de la tristeza.

El día de los camalotes




A este gran estuario llegan en algunas temporadas de lluvias, inmensas islas de camalotes que cubren toda su superficie. La corriente amplia baña las costas de Buenos Aires cargada de vegetales que tiñen de verde la piel ocre de las olas. Las raíces de esas plantas acuáticas se enredan como rizomas, y entre ellas se van entrelazando en forma de islotes, cada vez más amplios en la superficie del agua.
   
En algunas ocasiones se puede ver animales grandes sobre estas verdaderas balsas de hojas. Muchos de ellos temen saltar y se resignan a que la corriente los lleve. Miran hacia la orilla desorientados y asustados por no poder abandonar este extraño hábitat. Estas islas flotantes son capaces de llevar lagartos, nutrias, carpinchos, sin siquiera hundirse. Vienen bajando desde el norte en un recorrido a lo largo de cientos de kilómetros, en épocas de inundaciones, desde los orígenes de la cuenca. 
   
Ayer por la madrugada la ciudad se ha despertado sorprendida por su río alfombrado. Tiene ese color esmeralda que le da el brillo de los rayos del sol, cuando acaricia los brotes de su carga vegetal. La que se extiende hasta los canales de dragado profundo, impidiendo y entorpeciendo la navegación de todos los barcos, aún la de los buques de gran calado.

II

   
Pero en esta medianoche de marzo, la calle Salta ignora lo que ha pasado en el río. Este pequeño rincón de la ciudad está refulgente bajo el firmamento del verano que va declinando. Los ángeles del ocaso han dejado sus faroles colgados de los postes. Las miserias del día se han desvanecido y ahora todo reluce y estalla de colores. 
   
Las chicas se dejan ver de repente exhibiendo sus cuerpos sensuales envueltos en vestidos ajustados. Lucen los tonos rojos o negros, con las faldas cortas, los tacones altos y los cabellos perfumados. Son mariposas nocturnas que aparecen para recibir la lujuria de los hombres que llegan a este pequeño infierno. 
   
Los colores charolados de los autos caros destacan sus lujos en este lugar. Los jóvenes ricos bajan de Recoleta hasta aquí buscando estas delicias. Ellas dicen palabras agradables, sus risas brillan por un rato en esta fiesta que arde en la vereda. Luego de los juegos procaces de bienvenida entran con ellos y el barrio retoma su ritmo melancólico. La fauna nocturna ha llegado a este sitio encantado en busca de los placeres femeninos que le brindarán sus diosas.
   
Durante las horas de sol esta arteria vive el ajetreo de los kioscos, y de estos locales tristes y miserables; todo está impregnado de olores a comidas fritas, de vahos que dejan escapar los contenedores de basura. Hay vagabundos y chicos sucios en los recodos de las esquinas. La gente va y viene de sus trabajos a paso rápido, se amontonan los autos y los ómnibus.
   
Pero al atardecer todo esto se va ocultando cuando el movimiento cesa. Hace rato que los negocios diurnos duermen ocultos bajo sus persianas grises. Se encienden las luces del cabaret de donde han salido las chicas y aquellas postales bulliciosas se postergan hasta la jornada siguiente. 
   
Trópico ha encendido sus luces poderosas. Es el bar nocturno más importante que destaca su elegancia en este sitio. Luce vidrios transparentes en sus ventanas y una marquesina con focos que parpadean su nombre por encima de la entrada. Ostenta una majestuosa puerta doble para ingresar al granate de sus tinieblas. 
   
A esta hora bajan la intensidad de las luces de la barra, de las mesas y de los apartados. La claridad de a poco se va atenuando. Se enciende una bruma de color rojo que torna imprecisas las formas del interior del club; las cortinas de color índigo se cierran para dar intimidad al sitio.
   
Mientras tanto afuera sigue vigente el esplendor, la música suena lejana y se funde con el rumor del tránsito. Adentro, el color escarlata invade la atmósfera del lugar; es un fuego que se apagará de madrugada. 

III

Los doce años de Tilo transcurren bajo la falda de esta Buenos Aires bipolar, diurna lúcida y nocturna misteriosa. Él las recorre a ambas. A esta hora camina sus secretos recovecos y su silenciosa rutina lo deposita a las puertas de Trópico. Aquí, el cielo agradable le regala su techo de estrellas para esperar tranquilo afuera del club. Si alguna chica necesita un mandado le brindará el servicio por algunas monedas o algún billete tal vez. Aguarda sentado en el alféizar de la ventana que está más alejada de la puerta. Tiene el escenario de la vida a sus pies, desde aquí puede advertir los peligros, ver las discusiones de las prostitutas callejeras, las peleas con los travestis y la presencia inquietante de los guardias de civil.
   
Lorena es una de las chicas más conocidas del bar, la que el más quiere porque siempre lo ha tratado bien. Dicen que es la más respetada en ese ambiente hostil y la más linda. Ella sabe que los encantos de su figura alta y delgada seducen a primera vista. Cuando pinta sus labios de color carmín le recuerda a su madre. 
   
Hace un rato ella abrió la puerta, se asomó buscándolo y con una seña lo llamó para que se acercara. Jedrek, el dueño, no se lo hubiera permitido, pero ella sabía que estaba al fondo, encerrado en su oficina y que no los vería. 
   
Hizo pasar al chico adentro. Lorena en ese momento no estaba con ningún cliente. Lo llevó a su mesa que estaba cerca de la entrada y aprovechó para hacerle una confidencia en voz baja. Se arrellanó en el sillón, se estiró hacia abajo el borde de la falda, se acomodó un mechón de su pelo negro y lo miró con sus ojos oscuros realzados por el rímel marrón. Los gestos sensuales de Lorena le agradaban. El modo de tratarlo que ella tenía le gustaba. Había algunas que para hablarle le tomaban el mentón con el pulgar y el índice como si fuera un nene. Ella era diferente.
   
—Tilo… te digo un secreto… ¿querés? —le dijo en voz baja, pero suficientemente clara para que la escuchara, entre los sonidos de la música y los gritos de la gente que estaba divirtiéndose en la barra.
   
—Depende… no quiero líos Lorena.
   
—Pero… ¿Que pasa que está tan arisco hoy el muchacho? —le preguntó hundiendo su mirada filosa, buscando algo en el fondo de los ojos del chico. Se lo dijo arrugando la comisura derecha de sus labios, seria. 
   
Se trata de algo que le escuchó decir al polaco y sabe que le va a interesar, le tiene cariño a este mocoso que anda en la noche desde tan chico; conoce un poco de su historia, a veces la enternecen sus ojos tristes, a veces le cuesta atravesar la corteza en la que se encierra. Él se pone atento cuando ella lo mira como ahora. Cuando Lorena pone esa mueca de desconfianza, reconoce el rito de complicidad que mantienen, entonces cede en su defensa.
   
—Te digo por las dudas, y apurate que no quiero que me vea el polaco, vos sabés que cuando anda con problemas se encierra en la oficina, pero si sale y me ve seguro que me echa—le dice él mirando hacia el fondo del local, al costado de la barra, donde comienzan los corredores que conducen a los despachos privados del dueño.
   
—Bueno… pensé que te gustaría saber algo de tu mami… 
   
No quitaba la vista de la puerta que da a los pasillos, pero cuando escuchó esa última palabra giró rápido la cabeza buscando los ojos negros de la joven. Ella adivinó la ansiedad en su rostro y no quiso dejarlo esperando.
   
—Nada… parece que la vieron en Uruguay... creo que en Colonia.
   
—¿Y vos cómo lo sabés? 
   
—¿Qué te importa?, me lo dijeron…
   
—¿Quién te lo dijo?
   
—Bueno… me lo dijo el polaco, pero no se lo vayas a decir a nadie porque me mata, ¿está claro?
   
—Sí… ¿y dónde queda Colonia?
   
—Hay que cruzar el río. Ni pienses en ir, está lejos, solo te lo cuento para que sepas que ella está bien ¿entendés?
   
Es debido a este breve diálogo que han tenido que vuelve cavilando por el camino de siempre, con la mochila al hombro y las manos en los bolsillos. Es alto para la edad que tiene, su silueta flaca la hereda del padre, pero él no lo sabe. En el silencio de la noche es cuando mejor piensa, tanto en las cosas cotidianas como en los sueños más importantes de su vida, siente que lleva una gema entre la brisa de sus pensamientos.

IV

   
Ayer hubo una manifestación en la Plaza de Mayo que se prolongó hasta el crepúsculo de este marzo de 1996 y ahora, que está por amanecer es el momento justo para estar allí.
   
Tilo vuelve en esta madrugada con paso rápido desde Constitución. Viene perturbado todavía por lo que estuvo hablando con Lorena y en ese estado llega a la vereda del Cabildo. 
   
Entra a la Plaza por la Diagonal Sur y observa la incipiente claridad que se agazapa detrás de los bordes de los edificios. Sin detenerse alza la vista al cielo para ver las sombras de las nubes en el firmamento oscuro. Ha llegado aquí a la hora justa antes de que le ganen de mano los cartoneros. 
   
Se agacha a revolver entre todas las cosas esparcidas, olvidadas por la multitud que ha estado aquí, la plaza está solitaria y silenciosa. Hay botellas, papeles, vasos de plástico, todo desordenado por las aceras y los canteros. Solo se ocupa de encontrar algo que le sirva, cadenitas de oro, relojes rotos, chucherías, todo lo que habitualmente puede revender, y también libros, o pedazos de ellos. 
   
¿Por qué busca libros? Porque necesita respuestas para la pena enorme que abriga en su corazón. Su madre se fue de su casa cuando él tenía cinco años. Lorena es la única que lo sabe porque la ha conocido. Siempre esquiva las preguntas acerca de ella, pero todos los días la recuerda y a veces sueña con su rostro, su sonrisa, sus caricias. Necesita conseguir caminos para poder verla. Percibe que en esos textos están todos los saberes, los lee con avidez, alguna de esas historias debe ser parecida a la suya, ahí encontrará el nombre del sendero que tanto anhela.

V

Casi sin darse cuenta, en su caminata de regreso, se encuentra ahora en la barranca de la Plaza San Martín. El sol todavía no termina de asomarse, pero ya ha amanecido. Entonces, antes de seguir camino a su casa decide desviarse para escuchar el rumor del río desde la zona de los diques, le gusta descubrirlo cuando se despereza. Cruza la avenida Madero y se le iluminan los ojos. Desde aquí lo observa cubierto de plantas en un despliegue espléndido que alcanza a tocar la entrada de la Dársena. Parece una manta gigante de hojas verdes y flores lilas que se extiende hacia adentro, hasta donde alcanza la vista. 
   
Como hace siempre que observa algo que lo fascina, como lo que tiene delante de sus ojos, Tilo se sienta, se abraza las rodillas con las manos y las aprieta contra su pecho para deleitarse con la escena. Hoy es el día de los camalotes, han comenzado a llegar ayer y aguardarán aquí por un tiempo. Se queda largo rato allí, dejándose llevar por la nube de sus sueños, luego se levanta y sigue camino porque tiene que preparar las cosas para ir al colegio.

VI

Ha dejado el dique y llega a la villa, aquí no hay pavimentos, hay pasillos, como en los laberintos. Las construcciones han crecido mucho, todas se han ido hacia arriba porque ya no consiguen lugar para expandirse hacia los costados, es como un racimo de casas apretadas que buscan el cielo, como una metáfora que lastima. Las paredes lucen ladrillos rojos sin revoque, los cables pasan por los techos como madejas de lana deshilachadas. Hay un desorden de rejas, ventanas, paredes sin terminar, escaleras de caño, maderas sueltas, algunos carteles. Las construcciones tienen contornos caprichosos, muchas están fuera de escuadra, buscan hacer nido en algún sitio libre, empujan hacia algún resquicio sin ocupar, buscando un poco de aire en el breve espacio que les toca.
   
Arriba pasa la autopista, una serpiente de cemento que la parte en dos como una cicatriz gigante, las casas agachan la cabeza en esa zona. Ahora han encerrado a la villa 31, le pusieron un cerco alrededor. En algunos lugares hay un muro de placas de hormigón, en otros solo un alambrado, es como una jaula, una célula indeseable que las autoridades decidieron aislar para que no contamine la ciudad. La parte de atrás apunta a los depósitos de contenedores de la estación Saldías y se acerca a la dársena F del puerto. 
   
En la parte de adelante, a la entrada, hay un Playón y una cancha de fútbol sin pasto. La gente se queja porque no hay pasajes internos amplios, es difícil que pueda entrar, por ejemplo, una ambulancia. Hay agitación al ingreso de esta colmena, prisas, gritos, la gente vende ropa, comida, sobre caballetes precarios.
   
Al pasar por la canchita ve a los chicos de la pandilla. Son los que salen cuando cae la tarde a trabajar a la estación Constitución y a drogarse con pegamento, son los que roban las carteras a las viejas que se bajan de los taxis sobre Hornos. Navaja es el líder y ni bien divisa la figura delgada de Tilo que se acerca caminando, se pone las dos manos abiertas a los costados de los labios y vocifera.
   
—¡Eh!… nene, no querés jugar, nos falta un arquero.
   
—Otro día… ahora no puedo —le contesta de lejos, gritando, sin detener la marcha, buscándolo de reojo con la mirada.
   
—Dale… ¿O preferís a tus amiguitos maricones del colegio?
   
—Tengo otras cosas que hacer —le grita con la intención de quitárselo de encima. 
   
Navaja siempre lo provoca. Unos meses atrás, en un atardecer de invierno se pelearon en las gradas de Parque Lezama, a Tilo le quedó una cicatriz en el brazo, pero el otro se llevó la cara lastimada. A la semana siguiente empezó a calzarse los guantes de boxeo del gimnasio de la Sociedad de Fomento que hay en la otra punta de la villa; el Rengo le está enseñando y lo exige, dice que lo va a sacar fuerte, que ya se nota que tiene una buena derecha.
   
—No cambiás más… ¿quién te creés que sos?... ¡¿Por qué no vas a buscar a tu mamita para pedirle permiso?!
   
—Problema mío, Navaja, ¡no me molestes! —le contesta tajante.
   
Y aunque no lo demuestre se queda herido, siente ese agravio que le desgarra las tripas, pero se traga el odio, lo esconde, se guarda la brasa que lo quema. Sabe que Navaja le pega donde más le duele, en la ausencia de su madre, pero no está dispuesto a demostrar el efecto que le causa el golpe.
   
Sigue caminando y detrás de él escucha el traqueteo leve, el golpeteo en el polvo de las piedritas que le tiran, algunas hacen ruidos metálicos chocando contra las latas tiradas al lado del camino. La pandilla descarga otra vez sus risas, pero él no se da vuelta. Es el recibimiento de costumbre, lo tiene que aceptar, pero le va a hacer tragar esas palabras a Navaja a trompadas, cuando la encuentre a ella y la pueda traer, aunque sea por un rato a la villa. 

VII

   
Ya franqueó la entrada, ya ha atravesado los puestos, se tuvo que aguantar a la pandilla, ya falta poco para estar en su casa. Abre la puerta y entra.
   
—Hola abuelo, ya llegué —grita en la penumbra de la cocina para despertarlo.
   
Seguro que está durmiendo como siempre frente al televisor, piensa. Y sigue camino a la sala a dejar la mochila sobre la cama y preparar las cosas del colegio. 
   
—Sí… si… ya te escuché Tilo…en la heladera te dejé un poco de fiambre —dice el viejo sin moverse de la silla.
   
Saca todas las cosas que ha recogido de la plaza y las acomoda en una caja al lado de la cama. Deja el libro para lo último. Va a buscar alcohol y un trozo de gaza, se sienta en el colchón y lo limpia con cuidado. Entre sus dedos flacos aprieta el paño húmedo y con cuidado lo pasa hoja por hoja. Es su ceremonia privada. Esos textos guardan tesoros que lo llevan a otros lugares, está seguro que algún día le servirán. Quizás le alcancen las llaves para dejar este purgatorio, aunque todos digan que de acá nunca se sale. Cuando termina la limpieza lo coloca en la biblioteca. Lo mira de lejos con los brazos en jarra y se promete leerlo esta tarde después de dormir la siesta. Las pupilas se le han dilatado, es poca la luz que con desgano se filtra a través de la cortina para amenguar la penumbra de la sala.  
   
Tiene un poco de hambre. Después de ordenar sus cosas se sienta solo a la mesa y come el fiambre con un poco de pan. Toma agua, porque es la única bebida que consumen. Es raro que en una casa no se tome vino, la costumbre viene desde que su madre lo prohibió aquella vez, después de esa violenta discusión con su marido. Tilo no recuerda a su padre porque en ese momento era recién nacido, no tiene fotos siquiera, solo sabe que era un inglés aventurero y que de él conserva el apellido. Fue en esa ocasión que ella lo echó de la casa, él se había emborrachado y le pegó, fue la primera y la última vez que ella permitió que lo hiciera, él nunca más volvió. Por eso el abuelo no toma vino.
   
Vive allí con él, cerca del Playón. La casa tiene un dormitorio chico en donde entran dos elásticos de metal tirados en el piso con colchones encima, una sala grande y un baño con retrete. En un lateral de la sala está la cocina. Pocas cosas tienen este sitio, una repisa de un solo estante, tres sillas, una mesa con mantel de hule y una ventana con una cortina vieja, eso es todo. En la repisa están los libros que junta Tilo en la calle, algunos están rotos, y también tiene algunos nuevos, pocos, que le regala el Gordo, cuando lo cruza alguna mañana temprano por la avenida Santa Fe.
   
Sabe leer y escribir, está terminando la primaria en la escuela N° 6 que está del otro lado de la estación, su madre lo anotó allí en primer grado. Cuando andaba por los nueve años empezó a vender ramitos de violetas y estampitas en los bares, en los claroscuros vacilantes de las tardes. Va al colegio sin dormir, soporta las clases como puede y cuando sale enfila hacia su casa. Se acuesta a hacer una siesta hasta las nueve de la noche y a esa hora lo despierta el abuelo para cenar. Después se tira en la cama para leer un poco y cuando el viejo se duerme sale a vender sus cosas por los bodegones el Bajo. Cuando cierran los restaurantes y ya no quedan turistas se va para Constitución y se gana algún peso haciendo mandados en Trópico.

VIII

El próximo domingo será el Día de la Madre, hoy las maestras estuvieron hablando todo el tiempo sobre eso. Vino de la escuela con el alma expuesta al tremendo dolor que lo acongoja, esa enorme ausencia le deja a la intemperie toda la extensión de su pequeño universo de niño. No lo han abandonado las palabras que Lorena le ha dicho sobre ella, abriendo la herida de su corazón. Cuando lo piensa, Tilo se lleva la mano al cuello y lo aprieta con fuerza para que no se note que tiene humedad en los ojos. Tuvo que contenerse en el aula usando el mismo gesto. La calle le ha endurecido muchos de sus sentimientos, pero con ese recuerdo no puede, se le hace un nudo en la garganta.  
   
Ya ha dormido la siesta de la tarde y se pone a leer el libro que encontró en la Plaza, ese que estuvo limpiando. Hay allí un artículo sobre un escritor que dejó un cuento inédito. El cuento tiene un final raro: el personaje aprovecha una gran bajante de las aguas de este estuario que baña la ciudad y, cuando el lecho de barro queda al descubierto, se va por el río, pero lo vadea a caballo. El escritor ha dicho que el cuento termina sin que se sepa si llega al otro lado, pero que no es necesario saber si llega, sino que lo más importante es que se anima a cruzar. Cuando llega a esa frase se da cuenta que le cuesta entender qué quiso decir el autor, lo cierra y lo devuelve al estante. Se tira en la cama, se coloca las dos manos detrás de la nuca y se queda pensativo. 
   
Luego de un rato se da cuenta que ha llegado nuevamente la oscuridad y las luces están encendidas en la villa 31. Sube rápido por la escalera metálica al techo de la vivienda y se sienta sobre el borde de la losa de hormigón con las piernas colgadas al vacío. 
   
Desde aquí observa el movimiento en los pasillos y en el Playón. Su figura pequeña permanece en las sombras porque hasta aquí no iluminan las luces mortecinas de los focos que cuelgan de los postes de alumbrado. Su abuelo está abajo, sentado frente al televisor.
   
Está pensativo recordándola. ¿Dónde estará ahora? Es una pregunta sencilla a la que le tiene que encontrar la respuesta. Nunca va a recibir una carta de ella porque no sabe escribir, apenas garabateaba su nombre, eso sí le salía bien. Él conserva guardado un papel en una caja que tiene en la repisa con el nombre escrito por ella, las letras son redondas como las de un cuaderno de caligrafía, con rulos en las mayúsculas. 
   
Tilo ha subido a la azotea para despejar su tristeza pensando en alguna cosa linda, mira el cielo buscando estrellas desde su atalaya privilegiada, esta que solo él conoce, a la que acude cuando lo acosa la melancolía. 
   
Apoya el mentón en la baranda metálica que está en el borde de este techo y recuerda lo que le dijo anoche Lorena. Está serio, con el ceño fruncido, aquí arriba empieza a hacer planes para pasar caminando de un lado a otro del río, desde Buenos Aires a Colonia. No tiene dinero para viajar hasta Uruguay, ni siquiera podría pagar un transporte por tierra, estuvo meditando y está decidido en hacerlo a pie, caminando sobre los camalotes. 
   
Otro modo de cruzar sin lancha ni bote a Uruguay ya lo ha visto en el libro que esta tarde estuvo leyendo en la cama. Una pavada cruzarlo así, se dice, él lo va a hacer sobre la manta de plantas que llegaron ayer. 
   
Ahora tiene ese tomo entre las manos, en la semioscuridad de su cielo, como si fuera un manual para tomar la comunión. 

IX

Hoy vio las islas flotantes, las vio en el dique. Aquí encima de su casa está armando mentalmente la estrategia del cruce. Ya lo tiene decidido. Mañana al amanecer se pondrá en marcha cuando termine de vender en los bares. 
   
Va a ser fácil, tiene que bajar por la punta de la Reserva Ecológica en la Costanera Sur cuando la claridad comience a acariciar la copa de los árboles y la gramilla que cubre la pendiente del terreno que besa el agua. Las olas van a estar dormidas en esa zona tranquila. Tiene que dar un paso arriba del islote verde, luego otro, luego otro, y así hasta alcanzar su destino. Seguramente le llevará todo el día caminar sobre los camalotes para alcanzar la otra orilla del río donde está la antigua ciudad de Colonia, el tiempo suficiente para pensar en lo que va a hacer allí para encontrar a su madre, en lo bien que se va a sentir cuando esté delante de ella.
   
Y siguiendo un impulso, se levanta de repente, sin darse cuenta de que está sonriendo. Ya no va a tener que soportar las bromas de Navaja, y cuando se lo cuente a Lorena no se lo va a creer.  Entonces baja a preparar las cosas que tiene que llevar en su mochila, no se tiene que olvidar de llevar algunas estampitas de San Expedito.

X

A la madrugada siguiente Tilo está en la ribera, ha venido caminando hasta aquí para comenzar su viaje. El camino lo ha hecho meditando sobre la posibilidad de su emprendimiento. Ahora se encuentra frente a esta extensión que no tiene fin y mira como el horizonte ha engullido la orilla uruguaya.
   
Lo va ganando la desazón a medida que su mirada recorre el paisaje que se despliega ante sus ojos. El nivel está alto y ve, a lo lejos, solo líquido, tiene la sensación de estar observando un mar, un océano que lo separa de Colonia. Ve los islotes agarrados contra las bases de hormigón de la dársena, atrapados en la escollera, en los espigones, pero el centro de esta desembocadura inmensa se ve despejado de plantas, y la corriente se desplaza somnolienta, mostrando un color pardo acerado por el efecto de los rayos del sol.
   
Mira hacia los costados, se agacha, toma una piedra y con su mano derecha, llevando el hombro bien hacia atrás, la arroja hacia arriba, todo lo lejos que puede. Se queda mirando la comba en el aire y ve como se hunde. Un dedo vertical de agua se eleva en ese punto, un instante después escucha el sonido que se traga el cascote y, después ve los círculos concéntricos que se alejan hasta desaparecer. Se queda un rato pensando en el silencio de la mañana.
   
Deja a su lado la mochila con desgano, lo empieza a ganar el desaliento, de a poco se va dando cuenta de la imposibilidad de su hazaña. Ha estado soñando una vez más.
   
Se pregunta si es tan grande la necesidad que lleva dentro como para nublarle el entendimiento, para que dolor lo gane de tal modo que le impida razonar. Ha visto ayer los brotes verdes cubriendo toda la vastedad de las aguas y ahora ve solo manchas esparcidas, como una enfermedad de la piel que ha atacado a este estuario. 
   
Se sienta sobre el pasto, sobre este rincón solitario de la ribera. Observa hacia la otra costa con la respiración un poco agitada, mira hacia un lado, hacia otro, hacia adelante. Y de a poco siente que la congoja le empieza a cerrar la garganta. Tiene una opresión en el estómago producto del odio que siente por su estupidez. Quiere ver alguna imagen, alguna señal, algo que le diga que su madre está allí enfrente. Y nada llega.
   
Lentamente baja la cabeza y empieza a sollozar, es un niño todavía, gime y se le humedecen los ojos, en este sitio solitario no le preocupa frenar las lágrimas, nadie lo ve, pero los hilos tibios resbalan sobre las dos mejillas sin que lo pueda evitar. Y entonces, con espasmos, le brota todo el dolor contenido en sus breves años de vida, y llora desconsoladamente por la ausencia que no puede superar, su tremenda angustia quiere derramar tanto llanto como el torrente marrón que se lleva los camalotes.