La tarde de las mariposas negras


19 de octubre de 2016

Cuando llueve, Buenos Aires se pone melancólica y de esa enfermedad nos contagiamos todos los porteños, sobre todo si es llovizna y no neblina, y aún más si la oscuridad se cierne sobre los faroles encendidos. Y en esta noche no se festeja nada, se padece, es un miércoles sombrío. La Plaza de Mayo luce triste, está cubierta de miles de paraguas negros, está colmada de mujeres de brunos vestidos, resueltas a todo, medio millón, dicen algunos, de corazones partidos y de vidas hechas pedazos. 

Tilo vino a acompañar a Lorena, pero en su cabeza ausente su madre deambula en pensamientos delirantes que se le escapan hacia el cielo oscuro, ella debería estar aquí, con él. Tanto dolor hay en el aire que cuesta respirar. De repente hay cantos que se repiten y, como una mortaja que cubre todo, se van sumando más voces hasta que estallan en un coro espasmódico que sopla las sombrillas hacia arriba. De repente la multitud se calla y se escuchan quejas, llantos apagados, hay sensación de muerte en esta explanada que se expande hasta las calles laterales, tanta desdicha junta marchita las plantas y las flores de los canteros a martillazos de ira.

Nadie se mueve a pesar de que todo se empapa, hasta el alma de estas mujeres que han sufrido vejaciones se humedece más, sus labios ya han venido mojados de lejos a posar aquí sus murmullos. El líquido de arriba y el líquido de dentro le producen borrones de rímel en el rostro. No les molesta. Tienen historias tristes para contar, muchas han sido duramente golpeadas, los dedos delgados se les aprietan en sus puños, las comisuras de los labios no marcan las sonrisas que se les han marchitado hace siglos. Sus vestimentas nocturnas las vuelve estandartes del martirio. Lloran y gritan. Buenos Aires se espanta, porque es mujer también y lo percibe en su cabellera y en sus pechos delgados de río de agua dulce, que en esta ocasión de disgusto solo dan leche amarga.

El dolor late en los ojos de todas ellas, rezuman un gusto salado sus mejillas. Si se pudiera robarle un beso a cada una, se notaría que, cada uno de estos corazones ha venido en llamas aquí a gemir su propio sufrimiento, a contar su historia de castigos y de horrores, de cuchillos y navajas. Han venido a dejar que escapen por su boca las historias de sus suplicios, porque ya ha pasado demasiado tiempo, ya hace mucho que las tienen retenidas en sus gargantas.

Y todas estas mariposas negras han venido en este crepúsculo, porque de día el sol les habría lastimado más aun sus heridas abiertas, les habría calentado demasiado la sangre. Y ya no quieren, la tragedia les ha enfriado el torrente rojo de las arterias. Ya, algunas, se acercan al vacío de sus últimas instancias. Casi exangües, se han acercado hasta aquí a despejar su grito del pecho, debajo de estas alas tristes y oscuras, como murciélagos nocturnos, abandonadas al desamparo yermo de sus almas ahuecadas, socavadas, cercenadas sus carnes por los manotazos de la furia innecesaria de los hombres violentos.

Y algunas han traído un cartel con letras pintadas a mano, sencillas, pero de trazos firmes y certeros. Algunas quizás los han escrito con las manos embadurnadas de rabia. Otras, tal vez, los han garabateado con la mano de la desesperanza que da el paso del tiempo, del dolor de saber que no se repara en sus tragedias. Otras, al tomar el lápiz entre sus dedos habrán sentido la soledad de haberse tenido que quedar detrás de las ventanas, o refugiarse en el silencio de la culpa mentirosa cuando se cerraron los postigos, o cuando se corrieron las cortinas, o cuando se apagaron sus alegrías detrás de los golpes en algún cerrar de puertas, para que no se oigan sus gritos desgarradores.

Pero hoy están aquí, con los ojos como luciérnagas tibias iluminando sus pasos tenues, firmes en su camino hacia el centro de esta Plaza que las convoca y quiere cobijarlas, vienen seguras a encontrar otros rostros, otras miradas que cargan con la misma angustia, y se han ido uniendo alrededor de este punto, para acunar juntas sus desgracias, mirando hacia arriba, perdiendo el maquillaje bajo las caricias de las gotas de lluvia, que han ido marcando y dibujando arroyos que agigantan la tristeza que llevan a cuestas.

Lorena trae en sus cuarenta y seis años sus fantasmas de tanto grito desguarnecido, de tanta pérdida que por años ha enmudecido, que ha callado mansamente y ahora no puede contener de furia, y no sabe contra quién descargarla; ha pasado tanto tiempo que en parte se le han quedado los recuerdos escondidos entre los pliegues de la memoria, solo tiene entre sus manos un papel con los nombres de sus hijas, de las que no pudieron ser, de las que han sido asesinadas por su marido en un día enloquecido que nunca olvidará. Solamente Tilo sabe este secreto, y en él se afirma ella, tomándolo del brazo entre la multitud abigarrada, que no es toda femenina, hay algunos hombres de rostros sombríos que acompañan el dolor que invade este atardecer, que estremece hasta el vuelo de los pájaros.

Y Tilo, se olvida que tiene treinta y dos años, ahora vuela con sus pensamientos hacia el niño que era cuando vendía estampitas por los bodegones del Bajo, en la época en que creyó ver a su madre en la Calle del Pecado, siempre buscándola, la tiene presente también hoy, como no, porque supo de su cautiverio de prostíbulo, cuando ella era casi una nena. Él lo averiguó muchos años más tarde, y sabe en carne propia que el olvido no se hace cargo fácilmente de ese tipo de recuerdos. Piensa, entre esta multitud, cuando él era un pibe de cinco años, cuando su madre era una joven acorralada y tuvo que dejarlo, cuando ya tenía el estigma marcado en su mirada y llevaba a cuestas las amarguras de lo padecido, y tuvo la ternura de no decírselo a él porque era muy pequeño, porque no quería hacerle daño. Tilo recuerda esa mirada que ocultaba las marcas del castigo y la congoja se le atraganta en el cuello.

Qué sentirán algunas de estas mariposas a las que le han quitado de un ramalazo una vida, dos vidas, las hijas que han traído al mundo, que han parido de su vientre y que aun siendo pequeños ángeles, les ha caído encima y por dentro una tormenta, una mano bruta y masculina las ha despedazado, un huracán de odio incontenible les ha arrebatado el aire a sus niñas, las ha dejado sin viento y sin sangre, solo restos de ellas han quedado para que la mamá los junte y haya podido dejar esos huesitos solos en el frío de una fosa.

Vienen decididas a dar testimonio, algunas calladas porque se han quedado roncas, o porque ya no les han quedado palabras para decir y contar sus penas o las de las de sus niñas o las de sus madres, los golpes recibidos, las heridas lacerantes en su carne. Sus ropas son oscuras, sus alas lucen negras, su canto lúgubre provoca zozobras en los espíritus, solo su tez es blanca, pálida de tanto espanto, secos sus párpados de tanto río derramado, dejan que esta pequeña agua del cielo les caiga encima, las abrigue, las proteja. No es lluvia, dicen, son lágrimas.