A la mañana siguiente, la ventana


I

Esta semana no he pensado en la herida que tengo un poco más abajo del estómago, la que me hizo el tipo que se identificó con «el loco», el personaje del cuento que me publicaron en la revista. Creo que me he recuperado totalmente, pero me he quedado pensando acerca de los miedos. La gente tiene miedo al dolor, al sufrimiento. No es mi caso. 

Hace un rato he cambiado de lugar el cenicero que estaba sobre la mesita de noche y lo he colocado en la biblioteca que también tengo en el dormitorio, sobre la pared que está frente a mi cama. Es un cenicero de chapa, creo que debe ser de aluminio, está viejo y deformado, tiene manchas oscuras, muchas de ellas pequeñas, algunas de color tabaco, producto de la tintura que le han dejado las colillas de los cigarrillos que he fumado durante estos últimos años. No suelo tener apego a los objetos, pero este cenicero es uno de los cuales difícilmente me desprendería. 

He vuelto a la cama y me he quedado mirándolo. He conservado la vista fija en él demasiado tiempo y siento que eso me está empezando a molestar. Trato de mirar hacia otro lado, pero la ansiedad me gana. No puedo dejar de pensar sobre todo en la posición en que lo he dejado, la geometría cenicero-biblioteca-mesita tiene algo de incómodo, es un trazado imperfecto en el cual el problema es la ubicación del cenicero. Y llega un momento en que esa situación se torna insoportable. Es por eso, creo, que me he levantado y lo he vuelto a traer a la mesa que está al lado de mi cama, en el mismo lugar que estaba antes. Así queda mejor.

He repetido este procedimiento varias veces, no puedo discernir qué es lo que me molesta cuando veo a un objeto en la misma posición durante mucho tiempo. Algo estático me da la sensación de que no tiene vida, de que está muerto, tal vez sea por eso que tengo que estar cambiando las cosas de lugar. Pero no cualquier cosa, hay algunos objetos que no puedo mover porque se pierde el orden y eso me pone muy molesto. Por otro lado, soy consciente de que no puedo estar haciendo esto indefinidamente. Necesito despejarme un poco. 

Me gusta salir de vez en cuando, no es bueno estar encerrado muchas horas en el departamento. Desde que me levanté estuve escribiendo para la revista, casi sin interrupción. Encima, por dos mangos.Me visto y bajo a tomar algo en el bar de la esquina. Este mediodía el cielo de la ciudad está plomizo, con nubes cargadas de lluvia llegando del este. En cualquier momento se larga. 


II


Cuando doblo y entro en Santa Fe siento un impacto: desde atrás, alguien me apoya con violencia la mano en el hombro derecho. Y, de inmediato, cae otro golpe en el izquierdo, como un manotazo. A mis espaldas, dos garras firmes me sostienen y no puedo ver la cara del tipo. De repente habla. Es Matías.

—¡Qué hacés Rata!

El gordo es un atolondrado, trabaja cerca de aquí, en la redacción de la revista. A esta hora debería estar en la oficina, el jefe lo tiene entre ceja y ceja, en cualquier momento lo raja, pero al él no le importa. 

—Gordo, sos un idiota, estoy recién operado.

—No me digas, ¿qué te pasó?

—Nada serio —le dije para no entrar en el tema.

—¿Tenés un rato?

—Bueno… Dale —respondí resignado. 

De otro modo lo tendría que haber soportado hablando a los gritos en medio de la calle.

—Te invito un café, vamos al barcito de enfrente —se apuró a proponer. 

Lo que pasa es que Matías es un tipo pesado, no tiene tacto y me intranquiliza cuando empieza con las preguntas. Después de contarle en dos o tres palabras para ponerlo al tanto de lo que me había pasado con el tipo que casi me mata de una cuchillada se quedó conforme. Nos despedimos y me volví para mi departamento.

No me gusta estar contando las cosas que me pasan, trato de evitarlo, las personas con las que tengo contacto, que son pocas, siempre están juzgando mi conducta a mis espaldas, y sé que siempre están cuchicheando, hablan mal de mí, dicen que soy raro. A ellos les parece que no los escucho, pero no es así, me pone de la nuca sentirme humillado, por eso trato de estar poco tiempo en la redacción, solo lo necesario como para entregar el trabajo y pasar a cobrar. 


III

   
Todos saben que cargo con el alias de el Rata desde chico y eso francamente me molesta, nadie me llama así salvo el gordo Matías, pero todos lo saben. Estoy seguro que cuando me voy hablan en forma despectiva de mi aspecto y, además, lo asocian con el apodo. Pero se equivocan. Tiene que ver con otra cosa.
   
Soy flaco, un poco alto, de pelo castaño y piel blanca. Uso lentes con bastante aumento, grandes y de marco grueso. La mayoría de las veces me visto de negro, generalmente con un traje oscuro, el único que tengo. No me gusta la ropa de otro color. Por lo general estoy desalineado y no me importa mucho el cuidado de mi aspecto. Lo que sí tengo debo reconocer es que me lavo las manos con demasiada frecuencia, cuando vengo de la calle, sobre todo cuando he estado en contacto de los pasamanos del colectivo o del subte, o cuando he estado manoseando dinero, sobre todo billetes. Son los más sucios. 
   
Cuando iba al colegio primario me llevaba un pedazo de queso en el portafolios para comer en el recreo. Mientras los otros jugaban yo me quedaba en un rincón comiendo la merienda. Ahí empezó a hacerse popular entre los chicos el mote que me pusieron. No me molesta tanto el apodo sino como lo usan los demás para denigrarme. El gordo fue compañero mío en la primaria y como es un bocón lo difundió también en la oficina. Por supuesto, nadie me llama así directamente, excepto él, pero yo estoy seguro que todos lo saben. Sin embargo, no le guardo rencor. 


IV

   
La indolencia es un estado del ánimo que a veces me acosa en algunos períodos de abstinencia. A veces intento dejar la bebida, extiendo demasiado tiempo esos períodos y la voluntad se tensa hasta un extremo insoportable. No soy un alcohólico perdido, pero tengo una adicción, como la que algunos tienen con el cigarrillo, no al extremo de arañar las paredes, pero la tengo. 

Cuando siento que está llegando esa ausencia de dolor me acerco a la ventana y la abro. Como es invierno se supone que debo sentir frío, pero lo único que siento es que el aire me agita el mechón de pelo que cae sobre mis anteojos. Entonces me aferro con las manos a la ventana, esperando, con los tendones tirando de los huesos, como tenazas. El cuello se me pone rígido y me veo, o mejor dicho me pienso, abriendo otra ventana distinta, para sentir un soplo helado, porque hasta ahora la brisa pasa apenas rozándome la piel, de aquí para allá, solamente eso. Y así estoy un rato, abriendo ventanas en mi cabeza, una tras otra, buscando una impresión brusca. La indolencia, me digo, es esa necesidad imperiosa de abrir ventanas, la búsqueda de una señal que me dé la certeza de que estoy vivo. Un poco de frío, aunque sea. 
   
Cuando era un bebé me hicieron estudios y descartaron la posibilidad de una analgesia congénita, así dijo el pediatra. Pero no se trata de eso, solo tengo un umbral alto de insensibilidad al dolor. A veces mi mente se hunde en ese territorio flácido, sin saber si voy a salir de allí, cuando en la cama me abandono, fumando, a pensar en nada. Acerco la brasa del cigarrillo a mi piel a fin de sentir un poco de calor, hasta que huelo a carne quemada. Tengo los antebrazos llenos de pequeñas cicatrices circulares color canela, como si fuesen pecas. Por eso jamás uso remeras de mangas cortas, ni siquiera en verano, para que no se vean las marcas y la gente no me haga preguntas inconvenientes.


V

   
Vivo en un departamento que está en la cortada Medrano, casi Charcas. En la esquina hay un edificio con ochava en la que de vez en cuando se instala algún indigente a dormir. Por la noche la cortada queda constreñida por la desolación. A mí me gusta salir a caminar de noche por los lugares siniestros de la ciudad como este, aunque tenga que atravesar veredas con residuos nauseabundos y olores a orines que dejan los borrachos, los drogadictos, los cirujas. Al común de las personas les molesta. A mí no. Diría que hasta de eso me priva la indolencia porque son sensaciones que casi no me llegan. 


VI

   
Vengo del consultorio de Lucas, el psiquiatra. Es inevitable salir mucho más tarde de lo previsto pues él estira la charla con cada paciente. Si fuesen unos minutos se trataría de algo normal, pero suelen ser dos horas, a veces tres. De regreso a mi departamento miro el reloj: ya es cerca de la una de la madrugada. Aunque me fastidia la demora, disfruto la vuelta, caminando por las calles silenciosas, arboladas, con la luna rodando en pedazos por detrás las ramas de los plátanos. Hay escarcha en el borde de los cordones, pero yo estoy vestido con el traje negro y una camisa liviana. El invierno es crudo. Con un grado bajo cero la brisa helada me refresca un poco. Me hace sentir vivo.

Apuro el paso al entrar en la cortada pues tengo un poco de hambre. No soy de comer mucho a la hora de cenar, por lo general picoteo algo salado, me tomo un trago y luego me dispongo a dormir. Pero hoy, antes de cerrar el día, no debo olvidar de realizar una tarea importante. Por eso, no bien entro, voy a la cocina. Saco el medio kilo de carne picada de la heladera que compré el viernes, bajo las escaleras y salgo a la vereda. 
   
Al lado del edificio donde vivo hay una especie de jardín cerrado con una reja baja, un lugar donde lo que único que hay es pasto crecido que de vez en cuando se ocupa de cortar el encargado. A veces la gente tira basura. La cortada a esa hora está en silencio, las persianas bajas, poca luz, solo tres postes de alumbrado encendidos, ningún transeúnte a la vista. Me acerco a la reja y tiro la carne por encima.
   
Espero callado, sin moverme. Entonces, comienza un traqueteo ronco. Escucho chillidos, los pastos se mueven. Aunque no las veo, sé que en la penumbra están agitando la hierba y se apresuran por llegar no bien empiezan a percibir el olor. No sé porque me gustan las ratas, será porque tenemos algo en común, quizás la tendencia a andar en la oscuridad, la predilección por el silencio, la aversión hacia las personas. A esta coincidencia, en realidad, se debe el verdadero origen de mi apodo.


VII

   
Subo al departamento. Al terminar de cerrar la puerta de entrada oigo sonar el celular que dejé encima de la mesa ratona de la sala. Miro la pantalla. Es Dalila. Ya le he dicho que no me llame por teléfono, que espere que yo la llame. Atiendo. Suspiro. Aunque me molesta que me hostigue persiguiéndome, la escucho con atención. Está ansiosa, quiere empezar mañana a la noche, dice que el lunes es un día «apropiado». Le gusta usar esa palabra. Hablamos un poco más de los detalles y cortamos. 

El martes siguiente empezaron a aparecer los primeros cadáveres de los gatos, en el jardín que está pegado al edificio. Los huesos estaban casi pelados y había restos de piel por todos lados. El primero que se dio cuenta fue el encargado.


Este cuento pertenece al libro Lucrecia.