El loco de la jaula



El cielo de Buenos Aires está cargado de nubarrones. El Loco Gabriel aparece mirando el espigón de pescadores de la avenida Costanera, en esta mañana desapacible, envuelto en su impermeable sucio y gastado. Sostiene con su mano derecha el armazón de alambre de una jaula, cubierta completamente por una funda negra. 

Arrastra los pies lentamente. Cruza la acera. Salpica con sus zapatones el líquido de los charcos formados por retazos de lluvia y llega a la vereda de la balaustrada. Pasa por el lateral del edificio de estilo normando situado en la entrada del muelle. Enfila con paso decidido hacia el largo maderamen sostenido por una estructura reticulada, sumergida en el agua, como las patas flacas de una araña antediluviana fosilizada. Y recorre los doscientos metros, más o menos, que lo alejan de la costa para hundirse en el río marrón.

Tilo lo observa. Está sentado en el borde de la Costanera, sobre el grueso muro de hormigón perimetral. Tiene sujetas las rodillas contra el pecho, con ambos brazos. La atención lo mantiene quieto, la ingenuidad le alisa la piel de la frente de su cara pecosa. Está envuelto en una capa larga, de plástico transparente, con un gorro para protegerse de la llovizna. Ha salido temprano de su casilla de la villa 31 para esperar la aparición del Loco. Quiere estudiar sus movimientos y asistir a la ceremonia. 

Tilo debería estar durmiendo. La llovizna intermitente le enfría los huesos, pero ha venido hasta aquí empujado por su intuición: hoy va a venir Gabriel. ¿Cómo lo sabe? Es un misterio. Percibe la oportunidad. El momento exacto está por llegar. Un pulso de ansiedad palpita en su estómago. Tiene el instinto de la premonición, sospecha que una especie de ritual va a desplegarse ante sus ojos.

Sus doce años cumplidos conservan intacta la avidez de la curiosidad. Tilo coloca su atención en los movimientos extraños de esta ciudad, pero desde el lado oculto, con la astucia de cazador ante la presa. Se interesa por las historias de los alucinados, las prostitutas y las cirujas, los vagabundos y los ciegos, y también por los que pintan grafitis indescifrables en los muros de los baldíos y en los cristales de los edificios. La inocencia de su mente registra los detalles misteriosos de las calles fatales. 

Gabriel se detiene en medio de las tablas desiertas, quiebra su cuerpo enorme, se agacha y deja el bulto sobre los tablones de lapacho. Después se acerca a la baranda, apoya en ella las dos manos y mira hacia arriba. La postura semeja a un científico o a un meteorólogo. Luego observa con lentitud en derredor, comprueba su soledad y se coloca de rodillas juntando sus palmas, como un monje tibetano. 

Sus labios se mueven, tal vez esté rezando la plegaria de apertura de su culto privado. Su abdomen prominente expande hacia la desmesura su imagen y lleva a la solemnidad las maniobras de la liturgia. Es un San Juan Bautista que va a detener el giro de los planetas. Tilo ve, o le parece ver, un fogonazo iluminando los contornos de la figura imponente, como si tuviese un sol ardiendo por detrás. Le recuerda a la aureola sagrada del santo de la estampita, que le dio su compañera de banco, cuando tomó la comunión en la parroquia de la villa. 

El Loco mete la mano debajo de la funda, abre la pequeña puerta de alambre y luego saca con cuidado el cuerpo leve de un gorrión dormido. Lo sostiene en la palma y lo abriga con sus dedos, es un pichoncito desvanecido. Dice unas palabras acercando su boca al plumaje ceniciento del pájaro. El aliento del discurso que sale de sus labios se disipa en una neblina difusa. 

Tilo lo observa, sentado a lo lejos, desde la orilla, por lo cual no puede escuchar los susurros debido a la distancia, aunque la calma y el sosiego sean las sustancias que constituyen la plenitud de la hora. Imagina, en cambio, que en este momento las agujas de los relojes se detienen, las cosas se congelan, el aire se aquieta, ya no hay brisa ni movimiento y toda la escena queda suspendida. Hay tanta tensión en el aire que el aguijón de una avispa podría hacer temblar el universo. Pero a su edad no piensa con estas palabras sino con otras más sencillas de similar significado. Lo conmueve la simple contemplación directa de lo que se despliega ante él y lejos está de ser una reflexión de su pensamiento.

Gabriel tiene la habilidad de hipnotizar a los gorriones, con su mirada azul los adormece en su mano. Es un misterio como hace para tenerlos enjaulados y que no se le mueran. Nadie sabe dónde los caza. Estos pajaritos no soportan el encierro, agonizan hasta perecer en su aislamiento porque son silvestres, el cautiverio es una condena que no pueden sostener. 

Solo en el muelle, el Loco se pone de pie, se yergue en la tristeza de la atmósfera ingrata, en la escollera mojada junto al río picado por la brisa e inquieto de olas crispadas. Parado, frente a las aguas marrones, de cara al cielo plomizo, levanta lentamente su mano con la palma hacia arriba, la mueve un poco para despertar al gorrión y este levanta vuelo. 

Se queda en esa posición mirando el aleteo del ave que se aleja, rozando casi las gotas que se desprenden de la superficie de las olas, primero, y luego ascendiendo, esquivando la garúa vertical que baja trazando líneas en el aire. Está convencido de que, por medio de los pájaros, le envía mensajes a su mujer, hace años fallecida: «El espíritu de ella está —piensa—, en parte en el océano, en parte en tierra lejana».

La historia, dada por cierta en los bodegones del Bajo, dice que la esposa era una joven hermosa, de origen canario. Su muerte fue una tragedia que él nunca pudo admitir: un accidente de tránsito. Circulaban por esta misma avenida, era un día lluvioso como el de hoy, él manejaba y el auto se estrelló contra la cola de un camión de carga que iba al puerto. 

Luego todo sucedió muy rápido: las luces intermitentes de la ambulancia, la morgue del hospital, ella con el cuello lacerado por las chapas muriendo en el acto, él reconociendo el cuerpo y, después, la locura, casi un año internado en el psiquiátrico por la alienación en la cual lo hundió la culpa. Ella se merecía otra muerte, hubiese sido mejor que se perdiera en la mar turquesa que baña la costa sudeste de su isla natal. 

María del Pino, su mujer, había nacido en la soleada isla Gran Canaria y hablaba siempre con nostalgia de ese lugar. Desde las ondulaciones sembradas de palmeras de su pueblo llamado Los Corralillos, ubicado por encima del Trópico de Cáncer, había venido a esta ciudad enorme y húmeda, situada por debajo del Trópico de Capricornio. Solo Gabriel conocía los secretos motivos que la movieron a cambiar de hemisferio buscando este destino. 

El padre de María había sido pastor trashumante. Iba desde Los Corralillos a Cortijo de Pajonales, de octubres a abriles, de inviernos a veranos. Se ausentaba por temporadas. Cuando volvía de sus viajes solitarios, ella se deshacía de alegría, se colgaba de su cuello con sus brazos pequeños. El duro oficio de él le daba mucho tiempo para pensar. Dejaba los animales sueltos en los prados y se sentaba tranquilo a esperar el crepúsculo.

Reconocía la ubicación de sus cabras por la orquesta de cencerros flotando en el viento, podía saber así que la vizcaína estaba por aquí, que por los peñascos más altos andaban las grillotas, que ocultas por los algodones de la bruma estaban las del cascabel, y, además, aunque no la viera, sabía dónde se encontraba la habanera que, en otra época, alcanzó a tener también en su rebaño. Y así pasaban sus días, con la armonía de los golpes de las maderas de los badajos. En esos viajes tejía leyendas para contarle a su hija.

Recorría los senderos de piedras blancas de los montes de la cadena del Sándara, sus montañas, sus quebradas, acompañado por los olores de las cabras, los silencios de los prados verdes, los macizos mudos de rocas secas, los aromáticos pinares donde escondía su nido el pinzón azul. Caminaba bajo los soles y los crepúsculos. Su piel se curtía como el cuero con los vientos alisios. Andaba entre los tomateros, las viñas y los almendros. Durante los descansos en las cuevas, disfrutaba de alimentos sazonados con especias, saboreando los quesos de flor.

La voz dulce de su esposa solía contarle estos recuerdos. Todos ellos relucen en la retina de Gabriel cada vez que viene a liberar, para María, uno de los sutiles mensajeros. Se le llenan los ojos de lágrimas. Piensa que los pájaros le pasan sus mensajes a ella, como la carta del amante a la amada. Poemas de gorjeos encriptados en el lenguaje de las aves, dejados a la deriva, sobre el cuero bruno del río. Ondas de agua dulce empujadas a la corriente fría del Atlántico, y luego olas de mar profundo navegando hasta la Gran Canaria. Imagina que el espíritu de su mujer mora en su tierra, en esa roca redonda cuya única frontera es el mar. 

Se habían conocido jóvenes, él treinta y ella veinticinco. Él se había enamorado de su sonrisa a primera vista. Ella se reía con el rostro completo. Era un sol. La pasión les incendió de inmediato los corazones, pero al año todo quedó trunco por el accidente, a él se le quebró la vida como una rama seca, se le enturbió la razón. Nunca se recuperó de ese golpe tremendo.

Tilo no comprende, por ahora, por qué Gabriel viene a llorar su tragedia de amor al agua infinita. Su inocencia no se lo permite, solo lo mueve la curiosidad de observar su actitud, no alcanza todavía a comprender hasta qué punto quema tanto dolor, hasta donde puede hundirse este hombre en su pena. Ha visto con asombro el acto de contrición que ha venido a representar esa alma acongojada por la desgracia. El Loco desanda el camino y sale del espigón de pescadores. 

Tilo lo sigue, a una cuadra de distancia, en el recorrido de regreso. Quiere saber a dónde va. Gabriel es una espalda vestida gris que se tambalea. Lleva la jaula colgada de su mano cubierta con la funda negra. Camina adelante. Tilo, con su capa transparente, lo sigue detrás. Abandonan la avenida transitada y se internan por la calle Salguero. 

Donde la calle Mugica se transforma en una cortada, el Loco dobla y, por el rabillo advierte que alguien lo está siguiendo de cerca. Entonces empieza a caminar más rápido, los faldones de su impermeable grasiento se agitan, los cabellos de su melena se sacuden al ritmo de los pasos apurados. Más adelante se pierde entre los cercos de chapas torcidas, los bultos desparramados, los galpones y los vagones callados y solitarios de Saldías, la estación de cargas que se comunica con el puerto. 

Ahí, Tilo, le pierde el rastro, o prefiere perderlo, porque se queda parado contemplando la figura que se aleja. Las gotas de lluvia le resbalan por las pecas de la cara. Tiene el rostro impasible. Luego de unos minutos, cuando la silueta del Loco ha desaparecido por completo, y el silencio se apodera de estos terrenos alejados de todo, baja la vista y se da vuelta. 

Junta sus manos, se las acerca a la boca y sopla dentro de ellas para calentarse un poco, porque es fría la mañana destemplada. Bosteza, se da cuenta de que tiene sueño. Tiene ganas de dormir. Hace rato debería estar en la cama, ha estado toda la noche despierto, pero piensa que ha valido la pena venir hasta el muelle de pescadores a ver lo que quería. Se ajusta la gorra, da un paso, luego otro y así comienza a desandar, pensativo, el camino de regreso a la villa



Este cuento fue publicado por la revista literaria "El Narratorio" (ARGENTINA, Buenos Aires, mensual, Nro 27, pag 7).

El traje de luces




En la noche de la Feria del Libro mi expectativa era sencilla, solo aspiraba a sentarme en el stand asignado y deleitar el momento. 

Quería mantenerme abstraído durante ese lapso de apenas una hora, cruzado de piernas, observando el ajetreo en el centro de gravedad de la cultura y el mercado literario. Se trataba de acudir al evento en calidad de autor en vez de lector y me invadía la inquietud, como si se tratase de la espera previa a la cita con una chica bonita, demasiado bonita para mí.
 
Con el ánimo preparado a disfrutar del acontecimiento, casi sin darme cuenta, a poco de permanecer allí, me convertí en actor del mismo, un actor de reparto en todo caso. Yo, un auto publicado, me encontraba rodeado de libros y escritores famosos. Porque, a pesar de estar fuera del alcance de mi vista, también estaban las grandes autoras y autores, esparcidos por todos los vericuetos de la muestra, en conferencias, asistiendo a los refulgentes reportajes de las radios y las televisoras, compartiendo debates en los distintos pabellones. Y eso, no sé si me ponía contento o, quizás me sumía en la melancolía de quien concurre a la fiesta de otro. 

De cualquier modo, me sentía raro transitando esta oportunidad fugaz, pero en medio de toda esa confusión de emociones, sin duda me dejaría atrapar por la intensidad del instante al probarme el traje de luces y, aunque fuese necesario engañarme, me mentiría, urdiría el ardid de copiar la pose de escritor por un rato, a fin de lograr mediante este fraude inocente, el acceso a la sensación percibida por los consagrados. 

En semejantes zonas del pensamiento me hallaba cuando llegó la primer persona y se detuvo delante de mí. Y, de repente, ya estaba firmando ejemplares y debí esforzarme y prestar atención a las preguntas de quienes se acercaban, mientras pensaba, con rapidez, en lucirme en las dedicatorias sin cometer errores de sintaxis, tratando de disimular que la mano me temblaba y las letras me salían un tanto torcidas.