Moscas


  
Hace tres semanas más o menos que no publico nada, tal vez haya pasado desapercibido, después de todo son muchos los que escriben en la web. El caso es que todavía estoy convaleciente, recuperándome de una herida, en la penumbra de la habitación, tendido de espaldas sobre el horrible cubrecama marrón y con el codo izquierdo descansando sobre la almohada. A medida que el sol de la tarde languidece los pensamientos me llevan hacia cualquier lado.
 
La persiana del dormitorio está medio baja y del lado de adentro una de las dos cortinas ondea suavemente, tocada por la brisa. El resplandor, que a esta hora quiere entrar para salvarse de la agonía está atorado en el rectángulo de la abertura, estrangulándose poco a poco.

Fumo.

Le doy la última pitada al cigarrillo. La brasa se enciende iluminándome la mano derecha mientras dibuja un círculo pálido en el techo y luego se desvanece. Evitando girar el cuerpo, estiro el brazo para alcanzar el cenicero de chapa que está al lado de mi cama, apoyado en la mesa de noche, al lado de la lámpara. En medio del recorrido, el largo tramo de ceniza se comba hacia abajo y cae sobre el piso. Otra tarea para mañana. A veces me pregunto para qué conservo este cenicero de porquería, viejo y deformado.

La oscuridad me obliga a encender el velador justo cuando me sorprende el habitual barullo de pensamientos rotos que, en vano, trato de recomponer. En realidad, no me esfuerzo mucho, quizás por desidia, o por pereza. La apatía me ayuda a bloquear la inquietud cuando me encuentro en este estado de meditación, reflexionando sobre los elementos tristes que componen mi pasado y esta asistencia lejos de hacerme mal se convierte en un bálsamo, en la sensación de estar en otra parte, en otra realidad que ya no duele. 
   
Aun los recuerdos horribles de los actos cometidos en mi corta vida —no llego a los cuarenta— permanecen en la superficie de mi conciencia casi al descubierto, disponibles en sus ínfimos detalles dado mi buena memoria, y, sin embargo, a pesar de su tremenda nitidez, no me hacen daño. 
   
Por otra parte, mis padres, mis abuelos y sus ascendentes, hasta donde yo sé, han padecido la terrible enfermedad de la locura, en la rama materna en especial. Tal vez por eso, desde joven, el suicidio me seduce como la solución más elegante para escapar de la fatalidad a la que ha sido condenado mi linaje. No pienso en los pormenores del acto del suicidio en sí, solo en la maniobra inteligente para eludir, escapar, huir hacia otra parte. Y eso me hace feliz, pensar en eso me atrae y me entrego en la penumbra de este cuarto a reflexionar en el diseño de los modos, situaciones, e instrumentos necesarios para el crimen, de modo que nada falle a fin de elaborar una muerte impecable, como si tratase de lograr mi asesinato perfecto. 
   
Soy demasiado perceptivo, odio las sensaciones intensas. Por lo general rechazo el ajetreo cotidiano de una ciudad tan grande como esta, las luces refulgentes me encandilan, los sonidos estridentes me taladran los oídos, los olores penetrantes me repugnan, rechazo las comidas de sabores fuertes. Demasiadas sensaciones juntas, me abruman. Por eso prefiero la noche, la calma, la soledad, el silencio. Sin embargo, tengo un alto umbral de tolerancia al dolor. 


II


Mi última novela ha obtenido una mención en un importante concurso de una editorial reconocida y a raíz de eso, durante este año, mis escritos han tenido cierta repercusión. Por eso, creo yo, hace dos semanas me han publicado un cuento inédito en una revista literaria. He recibido muchos mensajes acerca de ese relato corto. Los he leído a todos, pero no los he contestado porque entre ellos se ha colado una amenaza. 
   
Un lector se ha sentido aludido. En el correo que me ha escrito asegura que el personaje principal del cuento, un loco, un asesino serial, hace clara referencia a él —al hombre que me escribió el mensaje—. Entonces, al sentirse identificado con el protagonista el tipo se ha puesto increíblemente furioso, a juzgar por la agresividad del tono de la carta. Se puede notar por el odio que se desprende de sus palabras, en el rencor que destila, como si fuese él el delincuente descubierto por los delitos cometidos. Según él, parece que yo, en la ficción del cuento, expongo su locura ante la gente y eso lo ha ofendido en grado sumo, a tal punto que dice que yo debiera ser castigado por ello. El e-mail termina diciendo que por haber revelado su «problema» yo merezco un escarmiento. Es una amenaza directa, no velada, el tipo está sacado, sin duda, y dispuesto a llevar a cabo su venganza, no me dice cómo, pero sí cuándo: «Antes de que termine este mes —dice—, te mato».
   
En ese momento lo pasé por alto. Preferí pensar que era una broma de mal gusto y lo borré. Cerré la computadora y seguí con mi rutina.


III


Vivo solo en Palermo, en un departamento viejo de dos ambientes. No soy ordenado; suelo dejar la ropa tirada y los platos sucios en la cocina. La verdad es que no me preocupo en mantener limpia mi casa. Trabajo poco, a veces escribo en otros sitios web, a veces para algún diario por encargo, o para alguna revista. Esos trabajos van desde algún artículo de divulgación hasta los textos más bizarros para las revistas pornográficas. 
   
Me vendo por nada, me conformo con obtener lo suficiente para poder comer y comprar cigarrillos: la única droga que consumo. A veces salgo a tomar algún trago, o un café, siempre por la noche. Vivo con los horarios desplazados, me despierto y me acuesto tarde. Soy indolente, no espero nada del futuro ni lo busco, mi única preocupación es advertir cualquier síntoma que me avise que la locura me está pisando los talones. En ese caso no dudaría en poner fin a mi vida y, ya que no tengo hijos, cancelaría en un paso y para siempre la herencia de esta terrible enfermedad. 
   
Estoy bajo tratamiento con el psiquiatra. He decidido hace años no atar a mi vida a ninguna mujer, no quiero condenar a nadie a convivir conmigo, sería un desastre. Tengo relaciones cortas, trato de no involucrarme demasiado dada mi poca tolerancia al fracaso. Además, no tengo familia que se pueda ocupar de mí.
   
Por las tardes mi cerebro se sumerge en reflexiones interminables, fumo en la cama, pienso en cosas turbias, las frases resbalan sin sentido. No estoy seguro de toparme, en algún momento, con una ilación argumentativa clara, con alguna idea estable, con un mapa más o menos acotado de mi personalidad. Consumo la vida estúpidamente y no me importa. 


IV


El mensaje del tipo, quien se sintió identificado con el loco de mi cuento, lo leí una tarde de esas. Al día siguiente ya me había olvidado de él y su amenaza. Después de embrutecerme en medio de cavilaciones idiotas, ya entrada la noche, decidí levantarme y vestirme para salir. Ya se habían disipado los matices rojos del crepúsculo y salí a la calle a buscar un bar. Cerré la puerta de entrada y di el primer paso por la vereda. 
   
En ese momento me tropecé con un hombre. Parecía haber salido de la nada. Cuando me di cuenta ya lo tenía encima. Inmediatamente sentí el golpe. Los recuerdos son borrosos. Mientras me abrumaba con sus gritos, y me insultaba, sentí algo que me empezó a arder en el costado, un hierro me quemaba hundido en la panza. Quedé tirado ahí tomándome el estómago, recostado contra la pared. Después de eso tengo un bache en la memoria, me veo en una camilla vendado, en el hospital. Estuve tres días internado, nada grave, vino la policía a tomarme declaración, no pude dar detalles y todo quedó en la nada.


V


El personaje de mi cuento es un loco. Hay muchos cuentos de escritores que tienen personajes que sufren de esquizofrenia o se vuelven locos. Pasé muchos días pensando en esto tirado en esta misma cama. Me preguntaba: «¿Sé de algún escritor de ficción al que hayan asesinado por algo que haya escrito?». Y me respondía: «No recuerdo ninguno». Pero el asunto era que, aunque no se trataba de mi caso, pues a mí no me habían matado, tenía una lesión concreta por la agresión que había sufrido: siete centímetros de costura quirúrgica, sinuosa, desprolija, cerca de la ingle. 
   
Pensé en dejar de publicar.
   
Pero el tiempo diluyó las cosas. 
   
Una vez que me sacaron los puntos, el médico me prescribió una dieta estricta para alimentarme, hasta que el aparato digestivo sanara por completo. Creo que la hice solo el primer día, después tiré la receta de las indicaciones al tacho de basura y me zafé mal. Empecé a beber y a comer porquerías en forma indiscriminada y con el paso de los días los frascos de embutidos, las cajas de pizza, los envases de hamburguesas, las botellas de vino, de whisky, las latas de cerveza, se fueron acumulando en la mesada. Un día me moría de ganas de comer carne asada. Saqué dos bifes del freezer; tiré uno sobre la plancha y me quedé mirando cómo crepitaba la grasa; al otro lo dejé sobre la mesa por si me quedaba con hambre. Entretanto yo seguía tomando calmantes, sabía que me tenía que quedar en reposo, sabía que los excesos me harían mal, sabía que se me podía abrir alguna herida interna, sabía que se podría infectar, sabía que el precio de las consecuencias era alto. Conocía el peligro a que me exponía, pero lo hice. El placer de comer el bife, en especial la grasa crocante del borde, fue más poderoso: casi un desafío. 
   
De la vajilla sucia acumulada en la bacha de la pileta emanaba un olor desagradable, pero como era casi imperceptible, no le di importancia. El asunto es que con el correr de los días, además, habían comenzado a zumbar las moscas sobre las fuentes y las cacerolas y se agrupaban sobre los platos sucios. Moscas negras y moscas verdes. Recuerdo que el día del bife fue un viernes. Durante el fin de semana tuve fiebre y casi no me pude levantar por el dolor de panza. 
   
Cuando pude acercarme a la cocina vi que el bife crudo que había dejado sobre la mesa, al estar fuera de la heladera, estaba en mal estado. Me di cuenta por el olor a podrido que sentí antes de llegar. Había una mancha oscura que parecía temblar sobre la carne descompuesta: eran las moscas. Abrí la ventana que está por encima de la mesada para que corriera un poco de aire y me puse a agitar los brazos para espantarlas. Ahí fue cuando sentí un tirón fuerte y decidí ir a la cama. El dolor quemaba debajo de la venda, desde el estómago hasta la espalda.
   
Pasaron como dos días hasta que me pude levantar de nuevo. Estaba débil pero la herida me dolía menos. El descanso me había hecho bien. Fue entonces que empecé a percibir el hedor, la fetidez que invadía el aire y llegaba hasta el dormitorio. Era nauseabundo. Me fui desplazando despacio hasta la cocina. El espectáculo era deprimente, casi me hizo vomitar: moscas, moscas y más moscas. Había moscas por todos lados, negras, verdes, azules.


VI


Ya pasaron tres semanas de este suceso. Estoy repuesto. Lo primero que hice fue poner el bife putrefacto en la bolsa de la basura. Luego la saqué al pasillo para que el encargado del edificio la pueda llevar al contenedor. Me costó varios días limpiar a fondo, rocié con insecticida por todos lados y de a poco las fui sacando. 
   
El departamento sigue en desorden, pero ya no están esos insectos desagradables. A veces sueño que una nube de ellas hurga con desesperación sobre mi herida sin que yo logre espantarlas y me despierto agitado, cubierto de transpiración.
   
Ahora estoy escribiendo un cuento nuevo. Es sobre un asesino que mata a una pareja de lesbianas, dos jovencitas que estaban besándose en la plaza. Tengo miedo de publicarlo. Mañana voy a decidir qué hago.


Este cuento pertenece al libro Lucrecia.

La mafia de los estorninos



Gabriel no es ciego, pero todos lo conocen por su apodo Tiresias porque habla con los pájaros. Vive en una casona de San Telmo y logró, una mañana, convencer a todo el clan mafioso con pruebas contundentes de su habilidad.

Los estorninos levantaron vuelo desde los suburbios de La Plata elevándose sobre el río, y el grupo reunido en la azotea de la construcción pudo ver la bandada enorme de aves negras formar el dibujo de un corazón en el cielo, volando hacia el oeste. 

Con esa demostración comenzó la operación mafiosa más recordada por las mujeres de la ciudad. Esta desmesurada metrópolis agregó, entonces, otra mágica historia a las muchas que ya tiene. 

Los miembros del clan efectuaron un relevamiento de las muchachas enamoradas que residían en la zona del Bajo, haciendo posible el plan magnífico que llevaron a cabo los pájaros.

Tiresias fue el encargado de hablarle a las aves cuando regresaban a sus nidos en el atardecer del viernes. Fue preciso en la indicación de los domicilios donde debían extraer y donde debían inyectar, fue exacto para lograr que a cada dormitorio llegara solo uno de esos animalitos. Los picos de miles de estorninos participaron del operativo, guiados por sus palabras.

Y, a la madrugada, colmaron el aire, en penumbras todavía, con sus espectaculares vuelos sincronizados. Las personas que estaban despiertas debido a sus oficios nocturnos pudieron ver la danza poética con la que ascendieron formando una mancha gigante que ondulaba como una bandera. Y los vieron cubrir el cielo de la ciudad, luego descender de las alturas y después desaparecer entre los techados para penetrar a través de las ventanas abiertas de las alcobas. 

Los pájaros lo hicieron bajo la consigna de no hacer ruido, de ser cuidadosos al apoyar las uñas rapaces de sus patas, de hincar en modo suave sus aguijones amarillos en los cuellos de las mujeres dormidas, de succionar la hormona de las zonas más profundas del cerebro con la misma delicadeza que lo hacen las abejas, teniendo cuidado de no despertarlas con sus rústicos picos.

Realizaron esa mañana, entonces, una extracción de oxitocina de las que estaban locamente enamoradas y la inyectaron a las que padecían de tristeza, de falta de sensualidad, de ausencia de placer, aun con el hombre más encantador. El procedimiento fue un éxito.

La tibieza de la luz que se coló por la ventana acarició los ojos de la primera mujer. Ella separó los brazos debajo de las sábanas y llevó sus manos hacia sus párpados. Unos segundos después recién advirtió el leve dolor en el cuello.

Había tenido un sueño extraño, se había despertado con el corazón rebosante de un júbilo que no podía explicar. Se podría decir que el amor le había tomado toda el alma. Una amplia sonrisa le iluminó el rostro. 

Miró al muchacho que dormía plácidamente a su lado, le tomó la cara entre sus dedos para despertarlo y, cuando él la miró, sintió una atracción dulce y la voraz intención de preguntar a qué se debía este momento de gloria.

Y si todo fue alegría para ellas en ese día, entonces, ¿dónde estuvo el crimen de esa mafia?
 
Fue en el odio que se desató en las mujeres que perdieron novios y amantes y en algo peor aún, que fue haber sentenciado a Buenos Aires a sufrir la eterna melancolía que padecerá para siempre.

Es el día de hoy que todos los años se realiza un conjuro multitudinario con aguardiente y granos de café para que los estorninos regresen a devolver la felicidad.



Este cuento, publicado en el sitio web "El círculo de escritores" (sept. 2016)  y ganador del "relato de oro" pertenece al libro El sonido de la tristeza.